jueves, 23 de septiembre de 2010

Besame y olvidate de vivir

En lo recóndito de la noche los amantes estaban a punto de iniciar el ritual al que sometían sus cuerpos cada velada, el ventanal del balcón abierto de par en par dejaba entrar la brisa de un verano que no se tomada descanso. Más allá, en el fondo del parque el río estrujaba las pocas piedras sedimentadas por el agua que convertía en arcilla al barro.

Cuatro cuadras, cuatrocientos metros separaban esa última parte de la casona, la habitación junto al ventanal, de la pendiente que alguna vez fue barranca sobre el Río de la Plata, al ingeniero Bustos, como todo profesional de las medidas gustaba marcar las distancias con las normas longitudinales correspondientes.

Bustos penetraba a María con las persianas totalmente desplegadas del ventanal, nunca se explicó bien el porqué, pero eso lo erectaba mucho más que verla con el salto de cama de lycra o las bragas de nylon, aunque esto también tenía lo suyo.

Pero aquella velada de enero el gemido de María se desvaneció en lo profundo de la pendiente, envuelta como si fuera dentro de una mortaja, su pijama de lycra flameó los 96 metros desde la punta de la pendiente hasta las piedras y la escasa agua existente en la costa soltó un seco ruido sumado a un pequeño rebote del cuerpo quebrado al chocar con las rocas.

Bustos sobresaltado pensó que era un sueño, y en realidad algo parecido era lo que se le atravesó en la somnolencia. Quizás un vago recuerdo de María mientras dormía cuando los timbrazos de la policía en el portón de entrada, lo arrancaron de su descanso dominical.

La mucama con paso acelerado llegó hasta la recámara del ingeniero, vio la puerta entreabierta y no dudó en entrar, no se lo veía en la cama.

- Ingeniero…ingeniero…lo buscan…, dijo titubeante la empleada.

- Quién es Luisa, respondió Bustos con las manos inundadas de agua para lavarse la cara en el lavatorio del baño contiguo al dormitorio.

- La policía ingeniero, la policía, son dos oficiales y a fuera hay como tres o cuatro camionetas más, y el tono de Luisa ya denunciaba miedo, confusión y temor a lo desconocido.

- ¿Qué paso….robaron en la casa?, dijo más perturbado el ingeniero y agregó.

- Decile que ya los atiendo, hacelos pasar…

Eran las nueve quince del domingo 17 de enero cuando con el jeans solamente abotonado, pantuflas y una remera negra ‘Levi’s’, Bustos salió al encuentro de los servidores públicos. También estaba despeinado, aunque con algunos cabellos mojados producto de la lavada de rostro.

El hall de entrada que conectaba al living se veía raro con siete policías, dos de civil que aparentaban llevar la voz cantante.

- Señor Bustos….Inspector Ramírez y el Teniente Portel, de la cuarenta y siete. Cómo está ingeniero, tenemos novedades y no son buenas, dijo el efectivo que no dejaba de mirar a su alrededor mientras que sus camaradas no le quitaban los ojos de encima al dueño de casa.

Como un autómata el anfitrión de los efectivos bonaerenses repuso: “la encontraron…” y pensó un instante la pregunta retórica que le había hecho a su doméstica apenas minutos antes.

- Sí, un pescador avistó el cuerpo en Punta Linda a la noche, a eso de las cuatro de la madrugada según lo que declaró a los de la Prefectura que nos dieron aviso a eso de las cinco de la mañana. Tratamos de avisarlo pero sus teléfonos no nos daban, apuntó en tono de pregunta el Inspector cuando dejó de observar el hall para clavarle los ojos a Bustos.

El ingeniero no dejó de mirarlo cuando recibió la noticia y a medida que Ramírez daba el parte en forma escueta, a Bustos se le mezclaban imágenes en la cabeza, recuerdos de cuando conoció a María Reina Guzmán, hija de un encumbrado estanciero de la provincia de Buenos Aires. “Punta Linda”…se dijo imaginando el lugar que estaba a más de 40 kilómetros de su casa, de la pendiente donde avistó por última vez a su cónyuge ahora muerta.

Era curioso, en fracción de segundos todos los recuerdos se le abalanzaban sobre la memoria en forma torpe como trastrabillando dentro de su cabeza, chocándose uno con otros.

- Cómo fue Inspector, cómo la encontraron…se ahogó, intentó pronunciar palabras que en realidad eran balbuceos. Para entonces, la doméstica ya estaba al tanto en forma simultánea porque escuchaba la conversación desde el living. A casi cuatro metros de donde estaban los efectivos y Bustos.

Ramírez y Portel se miraron –el resto de los policías mientras tanto curioseaban la vajilla de comienzos del siglo XIX que estaba sobre una cómoda de roble, casi de la misma época también- “sabemos que está muy golpeada y que seguramente se ahogó, pero para este mediodía empezarán con la autopsia, como sabe señor Bustos, tendrá que acompañarnos para reconocer el cuerpo de su esposa. Lo lamento, pero así son las formalidades”, contemporizó Ramírez cuando con una leve mirada que era una seña en realidad, hizo que los uniformados iniciaran la retirada del hall, en breve, a los minutos uno regresó con termo en mano y pidió agua caliente para el mate a la empleada.

En medio del estupor y pasando delante de su jefe, Luisa tomó el termo ‘Lumilagro’ y enfiló hacia la cocina. Con cara de póker, el agente se acomodó la corbata del uniforme y aguardó bien debajo del marco de la puerta principal de la casona.

El Inspector y su segundo, se metieron en la Ford Ranger y antes de sentarse prendieron el aire acondicionado, ése domingo sería largo, y muy caluroso, ambos conversaban y Bustos que permanecía en el hall hablando por su celular, con la puerta principal de la casona aún entreabierta, alcanzó a echarles un vistazo por el rabillo del ojo cuando daba media vuelta para terminar de vestirse en su habitación y de esa forma reencontrarse con María en un rato, tras diecisiete días de estar desaparecida, ahora volvería a ver a su esposa, pero esta vez como difunta.

***

Jorge Olivera es de oficio parrillero, un experto que hizo de los asados su forma de vida, a los 43 años era un referente entre los más destacados apellidos de prosapia ganadera en la provincia de Buenos Aires, para grandes eventos, ya sean familiares o empresariales, el hombre oriundo de Paso de los Libres, era convocado y se ponía al frente de un ejército de asadores y ayudantes: cocinaba en diferentes formas que podían ser, a la estaca, al horno (de barro), a la parrilla y el extravagante cuero bajo tierra.

- Jorque…tranquilizate, querés que te acompañe, vamos, voy con vos; le decía al ingeniero Bustos del otro lado de la línea celular.

- No, no…solamente te llamé para avisarte que la encontraron en el río. Me cambio y voy no sé a donde a reconocer el cuerpo, no sé bien cómo voy a reaccionar, ni el estado en que debe estar, fueron diecisiete días en el agua. Contestó el propietario de la casona de comienzos del siglo pasado.

Con unos mocasines náuticos que reemplazaron a las pantuflas, un cinturón de cuero, reloj y unos anteojos oscuros para ocultar sus ojos claros, Bustos salió de la casona. Pidió a la empleada que tenga cuidado con algún periodista que pudiera arribar en lo que restaba de la media mañana del domingo y de la jornada.

En la Ford Ranger, Ramírez y Toledo le hicieron un lugar atrás donde había unos chalecos antibalas, balizas azules (de la sirena) y una escopeta Itaka.

Se disculparon por el desorden del vehículo policial, y en caravana con los tres patrulleros por delante, enfilaron hacia la morgue del hospital de Berizo.

Durante el viaje que duró 26 minutos a un promedio de 90 a 110 kilómetros por hora, ambos policías hablaron de trivialidades. Del partido de Boca y San Lorenzo que se disputaría esa noche en Mar del Plata, era uno de los tantos torneos veraniegos que daban los grandes equipos porteños en los centros turísticos relevantes del país.

Bustos miraba el paisaje a través de los cristales y pensaba, se lo notaba ido, ausente, no pronunciaba palabra. Solamente contestó cuando Toledo le preguntó si le molestaba el humo del cigarrillo.

El ingeniero acostumbrado a echarse humo por la boca con cigarros de calidad, sí le molestaba el tabaco común, sin embargo y en un ejercicio de convivencia dentro de la camioneta policíaca, dijo que no le incomodaba. A lo que el Teniente Toledo encendió un Marlboro tras invitarlo a su par y superior que conducía, Ramírez, dijo que tenía de los suyos y siguió ensayando en voz alta posibles formaciones del club Boca Juniors para esa noche en la ciudad balnearia de la provincia de Buenos Aires.

Bustos pensaba en el avanzado estado de putrefacción en que encontraría el cuerpo de su esposa con quien compartió quince años de su vida, sin hijos por decisión de la pareja, llevaron un vida holgada al ser de la clase alta bonaerense con estirpe ganadera.

Pero no se explicaba cómo se le venían a la mente, al recuerdo, muchas cosas inconexas.

Los viajes a Brasil, Río de Janeiro, San Salvador de Bahía; cuando la conoció a María, en aquella exposición rural en Carmen de Patagones a mediados del otoño de 1992, París y esa llovizna que los acompañó durante casi los once días que estuvieron en la capital francesa.

El coliseo de Roma, el Vaticano, las escapadas de los fines de semana a la Capital Federal, cenas en Puerto Madero y una pasada por el casino flotante.

Las tortas que María preparaba cuando había lluvia o cuando el se iba hasta la estancia en Remedios de Escalada y a su regreso se encontraba con la repostería.

- Cómo es el procedimiento para el reconocimiento, soltó en medio de esos pensamientos vagos, torpes y confusos.

- Es personal señor Bustos, debe entrar a la morgue y ver el rostro de su esposa, respondió Ramírez sin poder terminar de parar los once de Boca imaginariamente en la cancha.

- Sabemos que en la parte facial informan que no sufrió muchos golpes o deterioro en la cara, por eso los de la Prefectura la reconocieron; agregó, mirándolo a su interlocutor por el espejo retrovisor.

Bustos atinó a contestar con sus ojos bien ocultos tras los cristales oscuros de las gafas para sol, afuera el calor presagiaba un típico día estival. No sabía si contestar o seguir indagando, temía las contestaciones por parte de los oficiales, sin embargó repreguntó.

- ¿Pero cómo es Inspector?, tengo que entrar al mismo lugar donde está el cuerpo o se lo ve desde otro lugar, desde un vidrio o algo así…ensayó una posibilidad.

Ramírez quiso reírse pero se contuvo, “no ingeniero, tiene que hacer el reconocimiento en forma personal. El médico forense lo acompañará y le explicará además cómo falleció su esposa y además…iba a seguir y se frenó.

Unos breves segundos de silencio con las miradas de Toledo que ya había terminado su cigarrillo y Bustos con signo de interrogación en la cara, inquiría silenciosamente al policía para que completara lo que estaba pensando.

“Disculpe…pero le comento que en los casos de muerte por inmersión y sobre todo cuando el cuerpo pasó muchos días en el agua, el olor es muy fuerte así que seguramente se pondrá algún barbijo que le darán los forenses, el cuerpo humano destila –al ser sacado del agua- una serie de líquidos orgánicos que no lo hace cuando está sumergido y eso actúa como una especie de conservante”, explicó casi con detalle clínico.

***

Bustos no se equivocó con lo que imaginó durante el viaje y la morgue era bien lúgubre. Durante el trayecto de su casa al centro asistencial de Berizo que comparte predio con el depósito judicial de cadáveres, también pensó cómo sería ese lugar ya que nunca había estado en un sitio similar. Sólo las películas lo remontaban a sitios así, justamente los filmes policiales o de suspenso que lo solían mantener despierto hasta bien entrada la madrugada, junto a los brazos y los poderosos muslos de María Reina.

Como si fuera un niño, Ramírez y Toledo, lo dejaron en la sala de espera. Solo había médicos y todos llevaban guardapolvos muy pulcros, absolutamente blancos.

Los oficiales hablaron con el recepcionista que lo puso al teléfono a Ramírez y habló con alguien por unos tres minutos, seguramente una línea interna, para dirigirse después al ingeniero.

“Señor Bustos, nosotros nos vamos a terminar unas cosas a la cuarenta y siete y volvemos, tendrá que esperar porque la autopsia aún no termina, están trabajando en eso. Me dijeron –afirmó- que demorarán al menos cuarenta cinco minutos, una hora más”.

Y agregó como para quitar dramatismo: “Necesita algo, quiere que avisemos a algún familiar – Toledo a unos cinco metros revolvía sus bolsillos en busca de un encendedor- usted necesita algo más”, dijo el Inspector.

El ingeniero a todo contestó sin ademanes, autómata que no. Sí, preguntó sobre los hermanos de la difunta, si la policía los había puesto al tanto, Bustos hablaba en forma torpe, acompasada, sin ganas.

Ramírez contestó que no habían dado aviso a nadie más que a el pero que seguramente la información ya había trascendido en los medios periodísticos de Buenos Aires, porque el caso tuvo alguna repercusión mediática –no mucha- cuando se denunció la desaparición de María el tres de enero último.

“Algo me dijo el pibe de la recepción –contó el Inspector y señaló con la mirada al muchacho que garabateaba planillas- que vio en el portal de Clarín. Bueno, nos vamos ingeniero y regresamos cuando terminamos en la cuarenta y siete, dejamos a un cabo y un sargento por si necesita algo, están para atenderlo y sobre todo por si aparece algún periodista”, Ramírez estrechó la mano derecha y junto a su subordinado abandonaron el lugar.

Tras la puerta principal se acomodaron los uniformados a los que aludió el oficial a cargo del caso, se los veía aburridos y entregados a lo que sería una eterna guardia.

Bustos sacó con la mano izquierda su celular del bolsillo del jeans, lo encendió y llamó.

- Estoy en la morgue, me dicen que debo esperar como una hora más. Vos cómo estás, todo bien….

- El asador Olivera del otro lado respondió: che, no sé si debes llamarme. Te dije si querías que te acompañe, en la tele ya dijeron que encontraron el cuerpo y que la policía lo identificó. Hablan que una de las hipótesis es el suicidio pero no dan muchos detalles.

Bustos preguntó exactamente en qué canal salió la información y se detuvo en un par de hilachas que tenían los mocasines náuticos, el del pie izquierdo.

***

Era jueves, cuatro días después del hallazgo y posterior autopsia al cuerpo de María Reina Guzmán y el Inspector Jorge Ramírez no le quitaba los ojos de encima al papel que reposaba sobre el tablero de la Ford Ranger, el sol era una braza a las dos y media de la tarde, desde unos 120 metros se divisaba el portón de verjas herrumbradas y forradas en una enredadera de aspecto tenebroso.

Encendió la baliza azul pero sin sirena, atrás lo seguían a prudente distancia seis vehículos, cinco patrullas y el Fiat Palio del Teniente Toledo a quien lo sacaron del mediodía familiar cuando estaba por engullir unos seductores tallarines con abundante queso rayado como a el le gustaba.

Frente al portón Ramírez se detuvo, bajó, se acomodó la pistola 45 en la cintura y tocó el portero eléctrico, del otro lado como si estuvieran esperando respondieron preguntando quién era.

El Inspector se identifico y las verjas oxidadas con enredaderas se abrieron como si fueran mágicas, al oficial lo siguió la caravana completa que también traía las balizas azules encendidas pero sin sirena.

Por un instante el morbo lo asaltó y pensó como habrá sido la fiesta aquél 31 de diciembre antes de que María Reina Guzmán desapareciera tras quebrarse en mil pedazos contra las rocas, bajo la pendiente que estaba a cuatrocientos metros del ventanal de la habitación conyugal.

Los forenses en su extenso reporte –veinticuatro páginas- advirtieron que fue penetrada vaginal y analmente, por dos personas y reiteradas veces, pero que no fue una violación, fue consentido porque no se encontraron rastros de violencia. Todos los golpes fueron producto del choque con las piedras abrazadas por las aguas del Río de la Plata. Ramírez pensaba mientras veía la casona y tras el vidrio de la puerta principal a la mucama, cuántas veces la doméstica habrá escuchado los quejidos de placer de la señora, si se habrá excitado esa mucama siendo testigo auditiva y porque no ocular, de las orgías Bustos – Guzmán.

Pero el ingeniero estaba enamorado de su asador desde hacía diez años, las contradicciones de Jorge Olivera lo llevaron a confesar el amor prohibido y oculto ante la sociedad ganadera de Berizo, y contar a los investigadores cuando lo convocaron en calidad de testigo que los tres eran casi una pareja normal. Excepto por eso, que eran tres.

Dijo que aquel 31 de enero minutos antes de las doce estaban al borde del precipicio donde terminaba el extenso parque jardín de la casona y María le hacía una fellatio a su esposo mientras el con devoción lamía el ano de la señora.

Habían cenado temprano para recibir el año nuevo y esa vez, como muchas otras especiales, Olivera no cocinó.

Luisa, fue la encargada de acomodar el lechón al horno que encargaron con anticipación a esa velada que sin saber nadie, sería la última para María Reina.

Dijo que tras el acto sexual en el cual los dos hombres penetraron y eyacularon en las profundidades de la actual difunta, ella empezó a bromear con un salto desde el peñasco.

Producto de la mala idea de mixturar champagne y cocaína, María les dijo a los dos que podía volar y aún con el pijama de lycra puesto y bien transpirada por el calor y el deseo sexual consumado, se echo al vacío.

Tras rebotar en las rocas su cuerpo quedó boca arriba y Bustos con Jorge bajaron y se aseguraron que lo que quedaba de María, se lo devorara el inmenso Río de la Plata que ese año nuevo está quietísimo.

Regresaron a la casona y el tres de enero decidieron que había pasado bastante tiempo para denunciar la desaparición de la señora María Reina Guzmán.

Cuando le abrió la puerta la mucama Luisa, el Inspector hizo una pregunta retórica, si se encontraba el ingeniero en casa. Estaba sentado leyendo el diario en el living, al escuchar el arribo del oficial salió a su encuentro en una calcada imagen a la de aquel diecisiete de enero cuando el mismo oficial vino a darle la terrible noticia que para Bustos no era noticia.

Ahora Ramírez exhibía una papeleta y lanzó la frase que era parte de su trabajo: “Tengo una orden de detención por la falsa denuncia de la desaparición de su esposa María Reina Guzmán, es posible que la causa cambie a posible homicidio”.

El dueño de casa sin responder y con cara en forma de signo de interrogación pensó la frase que le dijo Jorge Olivera aquella noche del uno de enero antes de dormirse junto a el, mientras miraban por el ventanal el precipicio donde concluía el parque jardín. “Besame y olvidate de vivir”.-

FIN

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