viernes, 29 de enero de 2016

Sin luz no se pueden hacer muchas cosas, como un diario por ejemplo

Quiero saber lo que hicimos el día que apagaron la luz. Charly García.



En crisis entran los heladeros por los cortes de energía. El carnicero que cada vez pide menos mercadería. Verduleros y fruteros rezan desesperados con los ojos clavados en el cielo para que los santos dejen caer algunas gotas y germine la siembra. Amaine así esta maldición que no desciende de los 40 grados.

Sin luz, los hoteles, familiares y transitorios son un infierno.

En la aldea se queman los pastos. Crecen las lagunas, se evaporan los tajamares. Sin luz la gente anda más cabizbaja que lo normal. Más malhumorada que de costumbre.

Sin luz las musas tampoco aparecen por las noches. Ni si quiera una brisa mentirosa las hace salir de sus frescos escondites.

Sin luz el mundo se detiene y en la aldea las radios quedan mudas y algunos diarios casi dejan de salir a la calle. A pesar de que venden al mejor postor su maquillaje de realidad se patinan esa guitarra en lujos vulgares. Insaciables, siempre buscando donde dar el mejor mordisco pero se vuelven tan vulnerables. Tan frágiles sin luz que pareciera ser ése el único antídoto para su angurria.


La moraleja sería que sin luz y sin un grupo electrógeno, al menos en la aldea no se puede vivir. Ni imprimir en forma completa siquiera, un viejo tabloide.  

miércoles, 20 de enero de 2016

No hay dónde escuchar Chamamé

Norma y Alberto habían programado sus vacaciones de invierno como una aventura al nordeste. Conocer las cataratas de Iguazú para el varón de la pareja era un sueño pendiente desde que militaba en la Juventud Radical, cuando la revolución aún no se convertía en cenizas.
Ella me llamó una tarde y me dijo que andarían por Corrientes y me reveló la necesidad que tenía su marido de conocer Corrientes, su acervo cultural. Relató después que sólo estarían una noche en la ciudad y que luego seguirían camino a una de las maravillas del mundo. Escuché con atención e imaginé, a medida que me anunciaba su paso por Corrientes, mi tarea de guía turístico nativo.


Era julio y ese martes como casi todos los días de la semana lidiaba en el diario tratando de hacer algo relativamente digno que se parezca a una noticia o información que le pueda llegar a servir de algo al verdulero o la vecina que baldea la vereda por las mañana. “Ya estamos javi…a qué hora salís”, me preguntó Norma en un mensaje de texto. El reloj de la computadora marcaba unos minutos después de las 15. Le respondí que trataría de liberarme lo más rápido posible para ir a cenar con ambos y mostrarles la ciudad, sobre todo a Alberto que por el tono del saludo de Norma, estaba ansioso.

Sin conseguir una noticia que valga la pena y sin lograr que lo escrito le vaya a servir para algo al verdulero o la señora que lava la vereda, abandoné el diario a eso de las 21:30 y diez minutos después estuve en casa. Hacía frío, unos doce grados pero el cielo estaba despejado y las estrellas parecían estar bastante cerca de la tierra y sólo un poco más lejos de alcanzarlas con las manos.

Norma y Alberto aparecieron en su auto a las 22:15, el contador era un porteño extrañamente amable y con un ego bastante controlado. Su ansiedad seguía intacta desde su arribo a la ciudad por la siesta, quería comer una buena parrillada con chamamé de fondo. Norma, me pasaba unos CD de dicho género musical que estaban en el límite de las butacas de adelante, donde va la palanca de cambio. Mientras mostraba interés en los discos cavilaba: “Parrillada y chamamé, un martes, con este frío…” Pero el pensamiento no era por esa mixtura del gusto gastronómico ni musical, era por el día de la semana y por conocer la idiosincrasia nativa que no es muy proclive a tener abierto locales con esas características un martes de Julio por la noche con doce grados de temperatura.
Tenía todas mis fichas puestas a la zona de costanera General San Martín pero cuando empiezo a indicarles para encarar hacia la ribera caigo en el intento. “Pasamos por ahí pero estaba todo cerrado…” Miro la hora y eran las once menos veinte, entonces les digo para ir hacia el sentido contrario de la ciudad, hacia el otro acceso por la rotonda de la Virgen y hacia allí fuimos usando como corredor las avenidas Armenia y luego Libertad, rodeamos el predio de la universidad (Unne) sobre el tramo de la Ruta Nacional 12 y mientras se empezaba a dibujar la silueta de la patrona provincial registraba con mis ojos que los pocos lugares abiertos no pasaban de hamburgueserías y pizzerías. 

Hicimos dos vueltas por toda esa zona y entonces se me encendió la lámpara mental. “Costanera Sur”, ordené y entramos de nuevo a la ciudad por el boulevard 3 de Abril. Era casi mi última esperanza y a pesar de que imaginaba que en el restorán a orillas del Paraná en playa Arazaty nos arrancarían al menos una extremidad a cada uno al momento de darnos la cuenta, seguía faltando algo que carcomía las ansias de Alberto. Ver a un conjunto chamamecero en vivo y en directo. Como en esas peñas del conurbano bonaerense donde suelen ir con Norma los fines de semana. Sino verlos en la tierra madre del Chamamé y así poder ufanarse de esa anécdota en el estudio contable.

La costanera Sur estaba desierta. Ni siquiera alguna pareja trasnochada se veía. Los doce grados habían decretado que todos se quedaran en casa. Bajamos del auto y el restorán también estaba cerrado, ni siquiera el sereno estaba a la vista. De nuevo ojeo el reloj y faltaban quince minutos para la medianoche. Mi derrota era total como guía nativo. No había podido encontrar un fucking lugar con chamamé y un par de costillas de asado. “Y si vamos a Resistencia”, lanzó Norma mientras se ajustaba las solapas del buzo que llevaba puesto. Alberto otea el Paraná como si esa acción haría emerger de las entrañas del río, conjunto alguno chamamecero.

Cruzamos el puente interprovincial Manuel Belgrano casi en silencio. La radio divagaba en clásicos lentos y yo me perdía en las noches de enero cuando en la aldea, en Corrientes, no se habla de otra cosa que de chamamé. “Como puede ser…qué le digo a este tipo, cómo le explicó”, me repetía hasta que el propio Alberto me saca del soliloquio. “Acá tiene que haber algún lugar, todavía no es tan tarde”, se esperanzó con el optimismo pleno de los turistas que no tienen apuro y se entregan de manera total al ocio. Yo seguía pensando en la verborragia de los medios de comunicación durante esos días y noches de enero donde todo pasa por el chamamé, como una especie de alucinógeno nativo. En la andanada de clichés y lugares comunes utilizados por quienes hacen la cobertura o algo que se le parece, de dicho evento, tan reiterativo todos los años que sólo podrían cambiar la fecha de la publicación porque el resto es lo mismo de todas las ediciones.

Alberto carga de nuevo: “Vos sabes que ya van dos años que queremos venir a la fiesta del chamamé pero me abrochan las vacaciones. Es verdad eso que hace mucho calor…”. Le digo que sí y que la elevada temperatura trae el plus de cortes de energía, pero que tiene playas en la ciudad y algunos balnearios en lugares cercanos a Corrientes. Trato de vender cara mi derrota de guía turístico vencido y me doy cuenta que estamos en la avenida Sarmiento, ingreso a la ciudad de Resistencia (Chaco)

Recordé entonces una parrilla por esa zona, justo cuando llegas al primer semáforo. Y efectivamente estaba ahí, a mano izquierda siempre en dirección hacia la ciudad. Se veía humo y varios autos estacionados que indicaban la presencia de parroquianos. Alberto hizo el giro y efectivamente. Estaba totalmente abierta, bajamos y había unas quince personas distribuidas en sendas mesas, entre familias y una pareja que cada uno miraba para un lado diferente.
Nos sentamos, miro de nuevo la hora y eran las 12:35 de la noche. Tras hacer el pedido voy en busca del baño y en el patio de la parrilla, a un costado, observo a cuatro hombres vestidos de paisanos, tres de ellos templaban guitarras criollas. Sonrío, ingresó al tocador, al salir creo que la noche no está perdida.

“Me parece que algo vas a escuchar mientras comemos y tomamos este Malbec”, le digo a Alberto y le doy al coleto al vino. Los muchachotes ataviados de paisanos al rato ingresan al comedor y empiezan a darle a las guitarras y el lugar se transforma en una peña improvisada. Zamba y chacareras pueblan el repertorio de los músicos. Sé que Alberto se muere de ganas de un chamamé pero el asado, el cansancio de haber llegado ese día de viaje y las vueltas que dimos por Corrientes, lo empiezan a anestesiar. Otro tango hace el Malbec.

Dos días después un mensaje de Norma llega a mi celular. “Estamos en Colonia Wanda (localidad ubicada a pocos kilómetros de Iguazú). Nos quedamos una noche porque queremos conocer las cuevas de piedra. En el hotel hay unos chamameceros para la cena”.
Aturdido vuelvo a pensar. Qué gran mentira somos en la aldea. 


El episodio ocurrió en una fría noche de Julio de 2014