lunes, 24 de octubre de 2016

Oleaje

Cíclico. Las ondas del oleaje se mecen en esa extraña física que las impulsa sobre la superficie del
agua. Movidas por el pasar de los barcos, sus estelas. Las huellas de esos gigantes que avanzan acompasados y al parecer nunca tienen prisa. Vestigios del romanticismo perdido en la vida moderna.

Oleaje que mueve a las musas. Las despierta, las baña en su ir y venir. Un rompecabezas sobre el agua. La analogía de que la existencia de los mortales está signada por lo cíclico: el amor, luego el desamor. De nuevo el amor. La vida, después la muerte. De nuevo la vida. Reír, llorar y viceversa. Odiar, amar, odiar otra vez. Ilusionarse, desilusión; el fracaso, el éxito; tropezar casi siempre con las mismas piedras. Y el oleaje va y viene con la cadencia que tienen los sabios. Sin apuro, completamente seguro de sí mismo.

La superficie queda quieta. Muerta tras el paso de las ondas y es como que todo retoma la calma. ¿Será así la vida? Tras un oleaje regresa todo a la normalidad. A caso dejan cicatrices las olas. Si dejaran huellas nuestras vidas estaría tan marcadas como un mapa viejo hecho a mano alzada por un fracasado buscador de tesoros.

Oleaje. Te busco en las noches. En los ocasos para que despiertes a las musas que son difusas. Ellas cumplen tu física. Van y vienen, los navíos que las mueven suelen ser la imaginación. Y todo lo mencionado antes. A veces el desamor, otras tanta la alegría pero el motor omnipresente de las musas son las pasiones. El magma hasta ahora inexplicable que nos hace frágiles. Porque las pasiones representan todos nuestros laberintos con salidas falsas donde están las contradicciones.


Yo sólo quiero dejarme llevar por el oleaje. Quizás una fórmula exacta para ir y volver de manera constante en la historia. En la existencia. 

lunes, 3 de octubre de 2016

Falla en el séptimo cielo

Fue una mañana que inició en la medianoche de un día conmemorativo a una Virgen. Patrona de
ejércitos invencibles en épocas de revoluciones por la libertad. Camino al colectivo los transeúntes se le hacían enormes, como si fuesen seres de esas malas películas de ciencia ficción. El frío cortaba la cara. Su cara. Empezaba a sentir así un extraño sabor que casi lo había olvidado. Que ni siquiera en la peor de las situaciones había planificado aunque no era de programar su vida en el día a día.
Las cuadras a la parada eran una eternidad. No sabía bien si querer llegar a su casa o perderse en algún confín de esa ciudad que a las nueve de la mañana era un planeta de otra galaxia. Volvía entonces a ese extraño sabor en la boca que no eran los besos de aquella madrugada. No eran esas miradas furtivas con pestañas prolijas y enormes, no eran los lunares que acarició y besó y contó y perdió adrede la cuenta. No eran esos tacos ruidosos sobre la vereda, no era esa piel que tanto había soñado tocar. Lo que sentía en ese frío matinal de septiembre fue el inconfundible sabor de la derrota. De la desazón, de quebrarse contra el piso como si fuera un cristal. Era una tormenta de emociones que acarrearía en las 72 horas siguientes un torrente de angustia, tristeza y la torpe pregunta que siempre llega después de la derrota y la desazón: Por qué. Cómo había podido fallar sobre aquel séptimo cielo. Volvían entonces imágenes de ese balcón con los carteles luminosos de la ciudad. Sobresalía el de la perdición: Casino. Si iba esa noche a la ruleta quizás tenía suerte. Pero a esa altura de la mañana ya todo le parecía echado a la cruel mesa de la verdad. Una vez en el bondi se recostó sobre un asiento. Cada minuto transcurrido estaba más vencido que en el minuto anterior y parecía como una burla lo que aún el destino le tenía guardado como último acto de esa caricaturesca mañana seguida de una velada donde en un momento sintió la paz. Acarició la libertad. Ocurrió cuando la besó y la tuvo sobre su pecho. Y una lágrima soltada por ella cuando sólo verbalizó lo que ambos sabían desde hacía años, lo había convertido, por unos instantes, en inmortal. Horas después todo se convirtió en escombros. La devastadora idea de no saber exactamente qué había pasado con ese ángel que empezaba a parecerse cada vez más a un recuerdo.
Yira yira
“Me vas a hacer adicta a tus besos”. La frase del ángel era un disparo rebotando enloquecidamente en su cabeza. También se convertía en una tabla en el mar. Un sostén que les da una quimérica ilusión a los náufragos de que se salvarán.
Recostado sobre el asiento del colectivo, los ojos ocultos tras las gafas para sol, frente a una rubia con aspecto de universitaria, empezó la burla de lo que sería el último acto de una fatídica mañana.
-         Mi nombre es Nicolás. Buenos días a todos. Algunos ya me conocen porque todas las mañana les alegro el día cantando. Voy hacer uno de mis clásicos...

En su derrota lo observada desorbitado al delgado joven con un acento de la región cuyana. El frío cada vez lo congelaban un poco más. El resto del pasaje miraba, pero entusiasmado esperando el número del cantante.
Cuando la suerte que es grela
Fayando y fayando
Te largue parao...
Cuando estés bien en la vía,
Sin rumbo, desesperao...
Cuando no tengas ni fe,
Ni yerba de ayer
Secándose al sol...

Cuando rajés los tamangos
Buscando ese mango
Que te haga morfar...
La indiferencia del mundo
Que es sordo y es mudo
Recién sentirás
Verás que todo es mentira
Verás que nada es amor
Que al mundo nada le importa
Yira... yira...

Atinó a soltar una mueca como risa y pensar que el cantante con acento cuyano era la caída del telón en aquella patética obra de la que le tocó ser protagonista. Hundido en los vestigios de ánimo que le quedaban volvía al ángel desnudo sobre la cama. “Una Venus”, se repetía y se echaba la mente hacia los tiempos pasados. Las pastillas que “ayudaban”, los excesos, los años en que ella desapareció. Las charlas, las despedidas, los aeropuertos en que se abrazaban simbólicamente como amores que se importan recíprocamente. Todo cobraba la velocidad frenética que tiene la desesperación. El collar “de amor” comprado en el Barrio Chino de Buenos Aires que rodeada su cuello.
“Vine a tu vida para algo”, sentía como un latigazo en la mente mientras el cantante terminaba con Yira Yira. Entonces miraba las fotografías mentales que le habían quedado de los labios del ángel. Aquella frase, ella se la había dicho muchas veces y empezaba, ahora, a tener una enormidad feroz y devastadora.

-         Quizás vino a enseñarme a que me mire en el espejo. Para que vea lo que realmente soy. Quizás su misión sea esa. Demostrarme que estoy en un momento donde debo hacer el clic y repensar mi existencia.
O bien sólo es una prueba, una más de miles, que el ángel me está poniendo. Quizás sea otra mera valla para saltar y llegar hasta ella.


Pero el soliloquio lo único que hacía era marearlo más en ese laberinto. Hacerlo ver que estaba sentado en medio de una bifurcación y que debía elegir, en ese estúpido estado en el que se encontraba, uno de los dos senderos.
El cantante se despidió con otro clásico. Cambalache. Al pasar la gorra le dio 10 pesos. El colectivo quedó en silencio. Miró el cel y estaba tan muerto como él. Las caritas que había enviado al ángel no tenían respuesta. “Se habrá dormido”…quiso vanamente tranquilizarse. Una última estocada se le vino a la mente. Un puñal lanzado hace algún tiempo por una amante que se había hartado de ser amante. “Algo te pasa. No podes amar”, había dicho con tono de profecía. No pudo evitar hacer una analogía entre esa recriminación y algunas posturas del ángel. Entonces pensó seriamente que todo podría tratarse de una confabulación del destino y de deseos coincidentes de ex amantes, para que pruebe un poco de su cicuta que asesinaba al amor en su existencia.

Ella, el ángel, se fue desvaneciendo a medida que pasaban los días. Respondía a los wassapp tardíamente y en monosílabos. Hacía a la perfección como que aquella noche y mañana, nunca jamás habían existido. Pensaba él entonces en la cicuta para exterminar al amor, del cual tanto le habían reclamado sus amantes y aquella daga lanzada con la furibunda fuerza que sólo carga el desamor. “No podes amar”. Sólo y vencido aún, cavilaba hasta cuándo tenía que seguir pagando esas deudas de amor. Empezaba a convencerse que se trataba de una especie de maldición, hacía ese ejercicio mental y de conciencia como mero placebo.
Entonces terminó en análisis donde seguramente el ángel sería el disparador del inicio en el buceo de su inconciente. Igual. La seguía amando y queriendo como la primera vez que la vio. Allá, en el pasado, en la otra orilla de los años.

“Y la vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”

Joaquín Sabina