domingo, 15 de febrero de 2009

Perros en la noche

La calle muda con algunos retumbitos rezagados del corso mantenía la quietud en la espera del amanecer al que todavía le faltaba más de hora y media para aparecer.

Una pareja con sendas bolsas de comidas con un aroma de hamburguesas caminaban en posturas de beduinos y mansedad de esclavos, sus manos se rozaban como queriéndose sostener o alcanzarse pero las bolsas de víveres lo impedían.

Los remises a gran velocidad con su carga atravesaban las calles perpendiculares a la mía y yo bajo el neón de las luces buscaba infructuosamente uno que deposite mi humanidad con los tres Malbec bebidos, en mi casa.

Fue casi llegando a la avenida donde tuve el encuentro con los canes, apostados en un patio enrejado los ovejeros alemanes de mediana edad salieron de su modorra nocturna con mi presencia tremebunda a esa altura de la madrugada.

Los primeros ladridos fueron como de afinada práctica para ponerse más agudos y graves después. El cogote de ambos parecía jugar un torneo de cuán más largo podía extenderse hasta la vereda, aunque supongo que su objetivo era yo, mis piernas y hasta mi propia yugular.

Los perros estaban enloquecidos a las 05:42 de la mañana. Es como si toda la velada hayan reposado solamente para entrar en acción en ese momento, sus colmillos no paraban de mascullar viento y furia vaya a saber porqué.

Por unos minutos con la seguridad que me daba la reja bien cerrada y la distancia de casi nueve metros que me separaba de ambos mamíferos desde el asfalto, los observé vanamente tratando de entender la ferocidad de los ladridos.

Seguí hasta la esquina donde nace la avenida y una corta seña del brazo izquierdo detuvo al primer remis en pasar circunstancialmente.

Una rápida marcha me dejó en el umbral de casa tras una breve charla con el chofer sobre como estuvo su actividad laboral a lo largo de la profundidad nocturna.

Pero mi imagen de ese océano de oscuridad que suele tener la noche quedó en los dientes de los caninos enfurecidos tras las rejas del patio.

No pude fumar el último cigarrillo habitual antes de dormir y sin noticias de vos, a las 06:03 me desplomé sobre la cama.

jueves, 12 de febrero de 2009

Galeón


En el décimo tercer piso miraba desde atrás de los ventanales. Las cortinas abarrotadas contra los vértices formaban el marco de un cuadro si se observaba la imagen desde el vacío. Desde frente, del lado de afuera de la ventana.

En pijamas avistaba la ciudad a eso de las 17 pasadas, casi 18. Un verdadero cardumen en un río revuelto la metrópoli era pura vida. Y él anclado ahí, con un suero de cada lado. Ambos brazos estaqueados por sendas agujas y finas mangueras. Barba de tres días y dos, sin bañarse.

A la altura de la cintura cuelga una delicada bolsa de plástico que destila hedor a sangre coagulada. Retrospectivas que se atropellan en la mente, unas tras otras van cayendo, amontonándose, apilándose; subyaciendo todas en un mismo lugar.

Lo único que le quedaba intacto eran los recuerdos ahora mezclados con la nostalgia. Esa dulce obsecuente tristeza que todos los días a esa hora lo asaltaba. Lo acuchillaba y extraía sus tripas, todo en ese instante era expulsado de su mente. Pero curiosamente no tenía resentimiento ni rencores. Sabía por lo que estaba pasando.

Su gran cavilación eran las mujeres, ninfas que habían pasado por su costado. Las que había amado, las que puteó, las que dejó a orillas del camino. Las polleras que levantó decorosamente en cada puerto de esos interminables atracaderos nocturnos.

Pero había un enemigo que agazapado lo esperaba todos los días a esa hora. El inmaculado cargo de conciencia. Casi puntual arribaba a esa hora y él como podía se paraba y echaba áncora frente al ventanal. No podía eludir esa inquisición del por qué en un laberinto sin respuestas, de qué se había hecho de cada una de las femeninas que amó. Que olvidó, que se las llevó a la alta mar de su cama.
Esos maremotos sexuales en veladas de tabaco, alcohol, besos, gemidos y despedidas bien entrada la mañana.

Todo trascurría en un ir y venir de pasajes en la cabeza. Ese capitán de galeón indestructible ahora, todas las tardes se las veía con él mismo. Instantáneas de una existencia que ya no es y lo exasperaba saber el por qué de tanta interrogación vana sin lugares donde responder.

Y la conciencia atiborrada por esas faltas cometidas sin saber su razón. Pero no podía dejar el soliloquio que se daba todas las tardes a esa hora. Sólo en el medio de todo eso apesadumbrado buscaba las polaroid del pasado lejano. Allá, donde surcaba esos mares al mando de su galeón invencible. Cuando era inmortal y lejano al suero, al tajo que llevaba desde hacia diez días en la zona de la ingle. En la parte de la próstata era como un cañonazo en la línea de flotación.

Ahora él, como todo capitán yacía en el fondo del océano junto a su galeón en la pieza de un hospital. Sin mares que navegar, sin mujeres que conquistar. Sin bares que cerrar. Sin más que esa nostalgia y cargo de conciencia que todas las tardes puntual lo visitaban. La hora en que la ciudad ardía con su trajinar anónimo de transeúntes.