domingo, 22 de marzo de 2009

Redención

La muerte redime y no se sabe bien porqué pero tiene algo de extraño y a los argentinos nos gusta regodearnos con la muerte, con los muertos.

Jorge Luís lo solía decir tan ácidamente como a el le gustaba, que el deporte nacional además del Pato era la de hurgar dentro de los ataúdes o andar haciendo autopsias u exhumaciones todo el tiempo.

Ahora atrás quedaron los desaciertos, los errores. Ahora hay bronce y eternas colas para dar el último adiós a Ricardo Raúl.
Todos los pecados son redimidos en los últimos segundos terrenales.
Pero acaso nos miramos a nosotros mismos y es que siempre andamos buscando un prócer de carne y hueso, no de esos que nos mal enseñaron en la escuela.

Uno quizás que no lleve una pelota pegada al pie izquierdo y que no invente goles con la mano ante los ingleses, al que luego le cortan las piernas anestesiándolo con efedrina dada por su propio entrenador.

Es uno de abril y no parece por el calor reinante en Corrientes, los noticieros transmiten en vivo casi sin cortes comerciales las imágenes de Raúl Alfonsín dentro del ataúd y la capilla ardiente en la Presidencia del Senado nacional.

Mixturan los productores con fotos en blanco y negro, testimonios de la gente y un móvil en directo desde Chascomus, la tierra natal, del ahora extinto.

Hasta el hartazgo el discurso con el preámbulo constitucional del ahora ex mortal. Hay lágrimas por todos lados, granaderos inertes que soportan el hedor cadavérico mezclado con el aroma de las flores y el aire acondicionado.

Todo es en vivo en forma ininterrumpida, yo en casa entre mate y mate hay una polaroid que se me viene a la mente.

Casi la misma fecha, fines de marzo y comienzos de abril pero de 1989. De la mano de mi madre yendo a comprar mercaderías al super de mi barrio.

Miro, la imagen en mi mente. Mi vieja con algo de abrigo liviano al igual que yo llevándome de la mano, en la otra sostiene la bolsa y un par de billetes, australes y monedas.

No le alcanza para comprar todo, ni siquiera la mitad de la mitad, la gente (veo en la imagen de mi cabeza) en la calle anda alborotada comprando todo antes que vulva a cambiar de precio.

Después en la tele veo (otra vez las imágenes épicas) gente saqueando supermercados y dicen que todo se estrella y que la gente no tiene para comer. Que nada se puede comprar, dicen muchas cosas (todo en mi mente).

Ahora, uno de abril 2009 veo un muerto. Un prócer que no quiso ser hasta que lo abrazo la muerte. Al menos fue inmortal cuando todavía permanecía entre nosotros, entre la imperfección del querer ser, querer tener y no poder.

Lloramos y revivimos nuestros muertos como nuestras decepciones. Nos olvidamos, nos acordamos, nos contradecimos y lo pero de todo. Nunca descansamos en PAZ.-

Quién se ofrece

Quién se ofrece a llevarme de la mano por este laberinto lleno de salidas y no querer encontrar la adecuada.

A enamorarse y desamorarse en una o mil noches, pero en la mil y una lanzarse al olvido.

A no volver sino más cuando las ganas lo orden.

Quién se ofrece a mantener los timbres siempre dispuestos, los vinos descorchados y “el sí quiero” que dure sólo una velada.

Quién se ofrece a odiar como amar, al despecho, a la pasión de unos días, a la versatilidad de los amantes.

Quién se ofrece a hacerlo embriago de malbec para no recordar las verdades de borracho disfrazadas de mentira.

Quién se ofrece a descolgar este letrero de oferta y liquidación, a despabilarme de un beso, a resucitarme en otra vida.

Quién se ofrece a este material desechable, a enfrentar a este temor madre de todos los mortales.

Quién se ofrece a cambiarme sin hacérmelo saber, a mostrarme que todavía se puede aprender.

Quién me vende la redención y la quimera que todavía tengo tiempo de ser un poco más yo. Y no un EXTRAÑO.-

lunes, 2 de marzo de 2009

Timadores

Cuando le estaban pintando los dedos para tocar el pianito, escuchó desde atrás la voz de lata y en forma socarrona: "Arnaldo Pierglessssss", las eses sonaron varias veces como estiradas. "El hombre que se inventó asimismo", pensó desganado mientras cumplía el trámite para ser identificado tras su arresto.

El cabo primero de la Policía Federal sostenía un pesado expediente con hedor a papiro mojado. La frase sobre su inventiva a si mismo creyó que resumía todo. Absolutamente todo. Desde los comienzos, antes del inicio, hasta ahora. El final, el abismo y lo que por lo general suele existir tras eso. El vacío, la nada.

Tuvo 17 nombres y apellidos, pero ninguno de ellos fue el propio. Los sacaba de documentos que a veces venían dentro de las carteras masculinas y femeninas que quitaba con delicadeza de cirujano, en San Telmo, Flores, Palermo, Caballito, Once y también sobre Florida. En los radiantes años '40.

Piguito fue el apodo en el mundo delictivo y el alias con el cual la policía lo buscaba desde hacía meses, un rastreo voraz que llevó a la fuerza pública hasta los conventillos de la Boca, tras la noche y con los primeros rayos del amanecer, suelas de zapatos policíacos tumbaban puertas con sus respectivas trancas.

Pero Piguito no aparecía, hasta que Luciana asomó a su vida y el coqueto carterista porteño sintió el frenesí de una atracción que tarde supo sería su decadencia y esa vez, cerca del final, recién entendió que las cartas estaban echadas para el protagonista de los nombres cambiantes según la ocasión.

De prominentes caderas y cabellera rojiza, Luciana Álvarez caminaba una tarde de sábado otoñal por los rosedales de Palermo, eran un poco más de las cinco y su andar felino atrajo los ojos del punga que fiel a su estilo iba correctamente vestido. Saco, corbata y un par de zapatos brillantes a fuerza de mucho lustre seguramente de algún pibe que pululaba por calle Florida y a cambio de un par de monedas, “le dejamos como nuevo el calce”.

Parejas tomando el te con tortas y masas sobre las mesas de los bares “cajetillas” oteaban el gran parque sin ganas ni prestar mucha atención a lo que ocurría.

Luciana continuaba su paseo cuando a unos veinte metros de su espalda se acercaba Piguito, al acecho con ambos ojos clavados en la cartera de la muchacha y cuando estuvo a la par, fingió el choque accidental entre su pierna derecha y el brazo izquierdo de la chica, con su mano diestra dentro de la cartera aprovechando la cremallera abierta, fue cuando dudó y cambió el rumbo de la historia. De su existencia.

Ambos ojos grises de Lu, como el la llamaría luego, se convirtieron en faroles que lo encandilaron. Quedó perplejo, él, justamente él dudando. Sabe que no puede hacer eso, vacilar. Él titubeando. No, pero sí.

Pasan las milésimas de segundo y entabla conversación con la que hubiese sido una victima más. Ahora él es la víctima y lo sabe, lo siente, lo huele, un faquir del amor de esa jovenzuela con ojos penetrantes, de 24 años que tiempo después sabrá quién era realmente.

A penas semanas después Arnaldo del brazo de Luciana, paseaban sobre la calle Libertad, en el bajo, a metros de la Avenida Corrientes, observando con sumo detenimiento don juanes adinerados comprando alhajas en las lujosas joyerías de la zona.

Fue cuando le llamó la atención la osadía de su joven compañera, hacer un trabajito un poco más grande, dejar eso de andar “pateando” la calle en busca de un descuidado señor mayor o distraída señora de la alta alcurnia, para quitarle unos mangos de la billetera.

Ella fue en realidad la que ideó lo del estanciero de Chivilcoy, supuesto ex empleador de un hermano que vivía en la Pampa, medio hermano de Lu en realidad que ella casi no veía.

Pero resultó que ese medio hermano, solamente por parte de padre, tenía la data de los movimientos del hombre de negocios, iba a ser fácil, sencillo decía Luciana. Acercarse quizás era lo más costoso. Ahí fue otra vez donde dudó el punga coqueto, acostumbrado a los trabajitos tranquilos, caminar toda una tarde y llevarse unos buenos mangos para la pensión del Abasto. Antes pasar por un billar, beberse al coleto una buena grapa, escucharse una cautivamente milonga y a dormir.

Pero la idea de Lu era seductora, se trataba de un chacarero con muy buen pasar. La chica de Arnaldo viajó tres días a la Pampa para que su medio hermano le pase toda la información de la inminente víctima y regresó a Buenos Aires, entonces ambos se embarcaron en la estafa.

Ya sentado a la espera de que le tomen declaración en la comisaría piensa y repiensa todo, no dice que lo del estanciero fue idea de Luciana. ¿Cómo decirlo? Y quedar como un perejil, se le cagarán de risa los policías, hasta el abogado se le reiría en la cara.

¿Un tipo como él, manejado por una mina, por una pendeja? Eso es lo que más le duele de haber caído minutos antes de tomarse el tren en Constitución.

En la espera dentro de la dependencia policial, piensa, la cabeza de Arnaldo regresa a la operatoria y estratagema para embaucar al chacarero. Fue cuando la vio “trabajar” a su chica en la casa Modart de Arenales y Suipacha, se movía como pez en el agua mientras el estanciero compraba unas corbatas para estrenarlas en casorios y bautismos de la alta sociedad de Chivilcoy.

No tardó en trabar conversación y al cabo de dos semanas, Luciana ya estaba entre las sábanas del hombre de campo, primero cada vez que viajaba a Buenos Aires para hacer grandes compras de ropa masculina y algunos “jugosos” depósitos bancarios. Luego, ya instalada como “su mujer” en el establecimiento ganadero de Chivilcoy.

Arnaldo no estaba del todo de acuerdo en que Lu compartiera alcoba con el viejo pero lo soportaba, se entregó a la idea de que una vez terminada la operación dejaría a Luciana, se iría al sur o a Chile.

Inventaron entonces que la madre de Luciana padecía cáncer y que necesitaba 1.500 pesos para llevarla hasta Montevideo, donde la sometería a un tratamiento que arrojaba buenos resultados en pacientes oncológicos de todo el cono sur.

Obnubilado por los ojos grises y malabares de cama por parte de la chica, el estanciero subyugó ante tamaña historia que muchas veces la quebraba en llanto a Lu.

Al cabo de dos meses le llevaban quitado más de 2.200 pesos para aliviar los tremendos dolores de la pobre progenitora de la joven, Arnaldo insistía en “desaparecer” pero ella lo convenció a dar la última estocada. Pedirle al viejo un cheque para cobrarlo en un banco de la capital uruguaya, cinco mil pesos, ella misma había visto la venta de varias cabezas de ganado durante un fin de semana en la estancia de Chivilcoy.

Para dar veracidad al cuento, Luciana hizo entrar en escena a su medio hermano, Víctor, en el papel de un destacado médico del vecino país que explicó la conveniencia de “internar” a la madre de la muchacha, en un reconocido hospicio oncológico montevideano y a los pocos días los tres; Arnaldo, Luciana y el apócrifo doctor, cobraban los cinco mil pesos en la ventanilla del Banco Uruguay con sede central en la capital uruguaya.

El ventanal del bar Imperio frente a la rambla fue el lugar donde los vio por última vez a los supuestos hermanos, se escaparon por los fondos del lugar con el bolso repleto de billetes. Arnaldo no sabía si reír, llorar o ambas cosas a la vez, perdía la mirada en la profundidad del Río de la Plata en esa interminable rada que se podía observar desde la costa de Montevideo.

De regreso a Buenos Aires leyó en el diario que el estanciero se pegó un tiro en la cabeza al enterarse de que Luciana no era Luciana, de que no existía madre alguna enferma de cáncer y que el falso médico era su fiolo (vividor-protector).

“Cómo la conociste a Malena Salinas de Fernández”, le disparó el subcomisario al empezar el interrogatorio y lo quitó de los pensamientos.

Seis meses después de su detención empezó el juicio por estafa al extinto chacarero, nunca dijo que la idea fue de Malena, reconocida timadora santafesina arribada a la Capital Federal en busca de nuevos horizontes.

Arnaldo no soportaría que en la cárcel lo “gasten” al ser embaucado por una pendeja y su fiolo, su vividor oriundo de Rosario.

Nunca supo de ellos.

Su última imagen en libertad fue sobre el andén de Constitución cuando sintió una pesada mano sobre su hombro derecho y algo contundente en la espalda, similar al caño de una pistola.

- Quedate quieto y poné las manos para atrás, fue la tajante orden del agente de la Federal.

FIN.-