viernes, 17 de septiembre de 2010

Años

Allá lejos lo veo, a Toti con su caballo, ensillándolo en ese gran fondo de la casa de mi tío en Makalle (Chaco), esa sonrisa a flor de cara que tenía, la prolijidad castrense del bigote.

Nos veía y lo primero que hacía era soltar esa risita trémula y salía a nuestro encuentro, solían ser los sábados y los domingos en que íbamos a ese diminuto pueblo que para mí era una aventura, sabía, estaba seguro que nada podía pasarme en ese lugar rodeado por ellos. Papá, Mamá y los tíos.

El micro La Estrella que tomábamos en la vieja estación Terminal de Resistencia donde hoy se mantienen sus vetustos galpones cobijando vendedores de todo, nos depositaba frente a la antigua iglesia makallense de San Antonio de Padua, en su atrio fueron bautizados todos mis tíos, también Papá y cada uno de ellos en idéntica forma recibieron el correspondiente último responso antes de marchar al cementerio local.

De ahí caminábamos unas cinco, seis cuadras (ya no recuerdo bien), y llegábamos a lo de Don Romero, Toti. Habré tenido diez, once, ocho, nueve años, cuando repetíamos esa rutina al menos dos veces al mes. Sin saberlo era lo que muchos años después comprendí que eran los tiempos felices, algo que vivimos los mortales sin darnos cuenta en el momento que pasa.

Ahora esas fotos cada vez se me hacen más borrosas, serán los años, sin embargo no olvido el pánico que le tenía al caballo de Toti y en la soledad de la siesta le arrojaba algún que otro cascote, para ver qué onda, cómo reaccionaba el ‘pingo’.

Pero dicen que no hay prenda que no se parezca al dueño, el equino tenía la cadencia de su amo, de Toti, una calma mansa, así de redundante.

Los veo, a Toti y Papá tomándose un vino con abundante soda, sendos cubos de hielo flotando en esa marea de burbujas color tinto. La mesa larga con mis primos, mis otros tíos y tías.

La tía Nena, mi madrina, con su palidez y flacura producto de un cáncer que asomaba pero que nadie sabía, ni siquiera los médicos, su imposibilidad de tener hijos me puso a mí en ese lugar y gracias a eso cada vez que me veía era como si viera su otra mitad. Me llenaba de regalos y de apretujones, abrazos infinitos que a lo largo del día y de los ratos se repetían.

Como me quería esa tía, hablaba sin parar con Mamá mientras avanzaban con algunos pastelitos en la cocina y yo me ensuciaba en el fondo de la casa, me adentraba en los tacuarales que hacían de muro perimetral en la casa de Toti.

El domingo arrancaba temprano con el ritual del asado, Toti buscando viruta por cada rincón del fondo, ese patio trasero que era como un universo para mí. Lo sigo con la mirada: alpargatas, pantalón pampero abombillado y una faja que lo cuidaba de la hernia que nunca quiso sacársela.

Camisa por lo general celeste, pero también blanca, arremangada hasta los codos. Ahí están los dos, Toti y Papá, Papá como mero observador del encendido de las leñas.

Nunca dejaban de hablar, de remontarse a esa prehistoria que fueron los años de juventud, de vida castrense, Toti como comisario de Makalle, Papá como polis en Corrientes, de gente que se murió hace mucho, de los hijos, de los nietos, de la política, de la economía y de alguna que otra mujer que les robó un amor, pero esa parte yo nunca podía escucharla bien porque bajan bastante la voz.

Polaroid que ahora los años me traen a la mente, algo bueno tiene la nostalgia que es recordar las cosas, personas, en forma agridulce. Qué lejos quedo todo eso, qué grande me hice, nos hicimos, cuánta muerte devoradora de personas pero no de momentos.

Hace tiempo que no voy a Makalle, alguna que otra vez veo su acceso desde la ruta 16 y nuevamente recuerdo que Papá tampoco en sus últimos años quería ir, nunca lo entendí, pero después con las décadas pasadas intuí que se debía justamente a la escasez de parientes vivos.

Imagino que él al igual que yo ahora, padecía esa melancolía de ir a un lugar que lo vio crecer rodeado de afectos, olores, colores, alegrías y tristezas; creo que no quería encontrarse con ese umbral al pasado.

A veces en determinadas circunstancias esos umbrales en lugar de abrirse al paso, atrapan, como enredaderas, te quedas atado a sus tentáculos por doquier.

Hasta que pasa el momento y la cabeza vuelve a la cotidianeidad, esos momentos son estos, los años, los malditos años, cuando los cumplís cada 365 días.

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