martes, 28 de junio de 2011

Fragilidad

Pasaron algo más de siete días y es difuso, parecen años, por otros momentos décadas y en la noche gélida de este invierno aparenta ser una partida reciente. De esas cuando uno se aleja del andén sintiendo aún el último beso, el abrazo y lágrimas queriendo rebasar la represa de los ojos.

Recuerdo el olor a sangre coagulada, sus ojos abiertos como faros de mar horas antes de irse, sus ganas de hablar. Los cables de goma, las sondas, los parches, los partes médicos inentendibles. La soledad de la cama de un hospital, su piel resaca casi escamada, pasarle crema.

Quiero quedarme entonces con la gallardía e hidalguía que le puso a los últimos días, una terrible soberbia por quedarse a este lado de la existencia.

Entiendo o al menos trato de hacerlo como forma de estúpido consuelo que murió como vivió, con una gran fuerza y fortaleza y que inexorablemente los humanos estamos condenados a ese fin. Del polvo somos y al polvo vamos dice el libro de cabecera del talibanismo católico.

Sin embargo y como mi oficio me indica busco respuestas en lugares de escasa certeza, la filosofía, el existencialismo y demás corrientes del supuesto pensamiento que acomoda la explicación de la muerte en solventes bibliotecas mundiales.

Porqué tanto sufrimiento, qué hay de la agonía, de las eternas horas en terapia intensiva o sala.

Al cabo me doy cuenta que esas preguntas son callejones sin salida o al menos, laberintos con escapes ficticios, espejismos de explicación.

Vuelvo entonces a los años, los malditos años que nos ponen así. Tristemente melancólicos. La veo lidiando con las rosas de casa, aprontando un bolso para ir a La Verde, Makalle o Córdoba. Comiéndose grandes proporciones de un asado.

Y si voy más allá llego aunque borradamente en mi maltrecha memoria a cuando estaban aún los dos, ella y él, enredados en eternas charlas sobre cosas tan diminutas y cotidianas, insignificantes; cómo cuándo cortar el pasto, si restaba mucho para cobrar la jubilación, lo que había que reparar en la casa con el próximo jornal. Pequeñas grandes cosas como dice el “Nano” que hacen el mundo de cada persona.

Regreso abruptamente de esos soliloquios de mi prehistoria y la veo mateando en el patio de entrada en casa, con lo que me fastidiada por el rose con la “chusma barrial” aunque a veces se lo decía por el mero hecho de buscar una respuesta sabia, como azuzándola: “Cuando muera ya voy a estar encerrada”, me lanzaba desde la silleta ensillando un mate dulce lavado que habituaba hacer entrada la tarde.

Ese encierro discurrirá por el recuerdo y polaroid que cada uno de quienes la conocimos nos guardamos como un codiciado tesoro, lánguido andar tendrá esta ausencia que dejó, esos vacíos imposibles de llenar. Amainándolos sólo con la remembranza de su risa, su olor, la suavidad de su piel y su mirada. Sobre todo una, cuando ambos nos observamos profundamente y sentíamos que no habría otra vez, en lo más profundo sabíamos que estábamos llegando al final. Al menos en este lado de la existencia.

Sin embargo cuesta creer y entender que esto ha sido todo. Que cuán frágiles somos ante la vida y la muerte.

A Doña Ramona y su partida. 19 de junio de 2011.

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