viernes, 23 de abril de 2010

Jornalista

Médicos de una empresa de emergencias que arribaron al lugar diez minutos después del hecho, constataron que Luisa ya estaba muerta. “En el acto murió”, comentaban como reguero de pólvora afuera del diario.

La mañana de miércoles se vistió de tragedia griega y todo, absolutamente todo se redujo al fallecimiento de Luisa, cronista de información general de un matutino correntino, su compañera y confidente de años, la empujó hacia la calle Irigoyen con tanta mala suerte para la occisa que justo pasaba un Renault 12 que la pasó por encima, le fracturo el cuello y la susodicha pasó al otro mundo.

Julieta primero intentó acercarse a Luisa que yacía en el asfalto, de cuya boca salían ríos de sangre, al verla en ese estado, retrocedió y se refugió en sus compañeros que salieron a la vereda tras escuchar los gritos.

La policía también arribó, tres uniformados, dos a bordo de paupérrimas motocicletas de 150 centímetros cúbicos, y uno que caminaba circunstancialmente por el lugar. Los uniformados tampoco salían de su asombro y luego de la constatación del fallecimiento de Luisa, consiguieron una sábana para taparla, aunque algunos de los primeros curiosos quisieron hacerlo con cartones y papeles de diario lo que hubiese sido una burda ironía. Cubrir el cuerpo de una periodista muerta en la calle con un diario; el conocido apotegma de “lo taparon con un diario” se hubiese hecho real en esa absurda mañana otoñal.

En medio de una crisis nerviosa después de mantenerse callada durante casi media hora, Julieta fue llevada a la comisaría primera, a pocas cuadras del diario para que preste declaración.

Solamente dijo entre sollozos que fue una discusión “por trabajo, por una nota” y que siempre lo hacían y que nunca pasaba de eso: “De gritar y de insultarnos, ella era muy terca”, escribió el cabo que peleaba con una vetusta máquina de escribir.

En la calle Irigoyen con la finada todavía en la calzada todo seguía siendo confusión, Luisa con su sangre ya seca era fotografiada por peritos policiales mientras los forenses esperaban su turno para cargar el cuerpo y llevarlo a la autopsia.

La agresora primero fue imputada de lesiones graves seguida de muerte, rápidamente eso viró hacia homicidio culposo y luego a homicidio preterintencional y Julieta fue a dar a una celda –sin compartir- del Instituto Pelletier, habían pasado 22 días de la fatídica mañana de aquel miércoles.

Pero algo llamó la atención de las monjas celadoras del centro de detención para mujeres ubicado en el corazón del barrio Camba Cuá, Juan, un fotógrafo de un portal digital que iba a visitar a Julieta los tres días a la semana habilitados para eso, el muchacho cargaba entre sus cosas fotografías de Luisa y Julieta, siempre se las llevaba.

En la costanera haciendo el típico salto para que la polaroid las retrate en el aire, comiendo pizzas, en el pub con los demás compañeros del diario de calle Irigoyen, dentro de un micro durante algún viaje, en las playas de Florianopolis, en la redacción chacoteando durante las eternas jornadas de trabajo, en recitales folclóricos; en todas estaban ambas y se las veía felices, siempre sonrientes y a veces abrazadas o tomadas de la mano.
Pero hubo una imagen que la guardó la madre superiora y rectora del lugar, Julieta saliendo del baño tapada con una toalla, su figura metida en el medio del vapor dejado por el agua caliente de la ducha y lanzando un beso y mirada furtiva a la lente de la cámara.
“Siempre te amaré por más hombres que llegues a tener. Yo siempre seré tu AMOR. Somos como imanes humanos, decía al dorso de la foto con letra manuscrita rubricada por Luisa.

La monja haciendo uso de su sexto sentido religioso telefoneó a uno de los investigadores del caso, un veterano inspector de 51 años. “Esto no es algo común entre dos chicas”, dijo y en menos de una hora lo tuvo al inspector en su despacho que se moría por fumar pero en ese recinto no podía hacerlo, la madre superiora le contaba con lujos detallados las costumbres de Julieta tras las rejas, sobre todo lo que las demás internas comentaban, su inclinación al onanismo.

Al cabo de dos meses confesó que la difunta era su “pareja”, así la llamó, que tenían tres años saliendo pero que en el último semestre las cosas se tornaron oscuras porque ella, Julieta, empezó a fijarse en un compañero, en un colega.

Al tiempo, Juan el fotógrafo, tuvo que declarar en la comisaría: “A veces sentía como que Luisa estaba en mi contra porque las iba a visitar al departamento, ella cenaba y ya se iba a dormir y yo me quedaba con Julieta hasta tarde tomando y jugando a las cartas. Lo de que ellas andaban siempre fue un rumor pero Julieta también tuvo noviazgos conocidos con vagos, con hombres”, escribió el cabo en su destartalada máquina cuando tomaba las palabras del declarante.

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