sábado, 27 de diciembre de 2008

MÉDICO

La secretaria pide una lista de los invitados a la fiesta de cumpleaños y condiciona su presencia a las cuestiones climáticas. “Voy a ir si no llueve...viste como está” retóricamente arguye a su interlocutor del otro lado del fono. Antes, en una clásica rectangular hoja con renglones celestes y vértice rojo anotó todos mis datos personales. La típica ficha en aquellos vestigios oficinistas del pasado donde no hay computadoras.

Lleva una chaqueta celeste casi transparente producto de los años. El cabello desmechado en uno tono indescifrable pero que se acerca bastante a un desteñido rubio, ocre tal vez. Masca un chicle sigilosamente, pide que aguarde, “cuando salga la señora que está entra usted”. Y promete traerme en breve los 40 pesos que sobran de los 100 que le di para el saldo de la primera consulta. “La segunda es de 40 pesos”, explica el monto ante la firmeza de un regreso seguro al especialista estomacal.

Frente a la puerta de acceso, en su mitad tiene un vidrio que emula a una ventana y en sus vértices apenas por unos centímetros el cristal se desdibuja por ser de otro material.
Allá, frente al consultorio a unos cincuenta metros sobre una cancha de fútbol desmantelada, unas chicas, adolescentes entrenan hockey. El vidrio en toda su magnitud parece un catalejo ante la falsa lejanía del pasto donde las amateur se preparan ante algún cotejo cercano.

De a ratos desaparecen de la longitud de la espejada portezuela. Después regresan a lo que sería un cuadro en foco filmando, se ríen, hacen tiros libres, revolotean el palo y otras aburridas practican pasos carnestolendos.

La secretaria regresa con el cambio pero hay diez pesos de más. “Tráigame la próxima cuando viene, no tengo cambio. Ya lo va a llamar”. La señora antecesora mía se retiró raudamente, su ropaje viudal se perdió en segundos tras la puerta espejada.

Contacto y un golfista

Hay olor a cigarrillo, es la última de tres puertas de una diminuta galería que está enfrentada a un patio interno absolutamente colonial. Con una media sombra de techo, plantas que rodean ese espacio y una absorbente sensación de tranquilidad que desborda el descanso donde reposan sillones vacíos. Parece un estar de jubilados que se juntan después de la siesta vespertinamente a mirarse unos a otros.

El médico es japonés y a lo largo de la hora y media en que me interrogó sobre mis últimos diez años al menos, mis conductas, in conductas, excesos; no soltó mucha prenda de él. Claro, justamente es él quien manda en su blanco galvanizado consultorio de 6 de ancho por cuatro de largo.

Un portarretrato lo tiene junto a su madre, contrario a sus colegas no tiene empapelada la pared de títulos y certificados de realización de cursos, participación en simposios. Solamente el que lo acredita como médico y seguido el que da fe sobre su especialización. El entramado arcano del estómago. “Un órgano que se siente, se hace sentir”, me dice después de escuchar mis primeros relatos sobre las dolencias.

En el bolsillo de la chaquetilla blanca se escapa por la transparencia de esa blancura del ropaje, la fisonomía de un paquete de Marlboro suave y entiendo entonces la presencia del olor a nicotina que había afuera. Después cuando me diga que no debo estar muchas horas sentado frente a la PC en la misma postura, entenderé más ese olor que venía del patio para jubilados. “Salí a fumar a fuera mientras que pensas lo que vas a escribir, caminas unos pasos. Después de tantas horas sentado eso facilita la articulación de los huesos y te distiende”.

Confesión de parte relevamiento de pruebas: el facultativo entre paciente y paciente fuma en el patere. Después más adelante me lo revelará. “Yo hago eso, cuando se va un paciente salgo y fumo en el patio”.

Un extravagante pero al mismo tiempo simpático muñeco me mira y desde que entré a la sala médica no soporto ignorar su significado y significante, si es que lo tiene. Un golfista de los ’50, con rasgos nipones y anteojos a lo Quevedo. En posición de descanso, apoyado sobre el palo de golf. Chaleco bordó y abajo una camisa cuyas mangas se escurren por las hendiduras de la almilla. Los pantalones en su botamanga están apretados por medias. La figura parece de cerámica y el jugador tiene cabellos cortos, ondulados y su expresión es apacible. Como si terminara un partido o estuviera en un entretiempo.

Tirado en la camilla no puedo observar del todo a mi amigo el golfista. Siento retorsiones mientras que el profesional oriundo del lejano ‘sol naciente’ aprieta con ganas mi cuerpo. “No tenés el cuerpo de 31, estás cansado pero no creo que sea nada más”, diagnostica con tranquilidad.

Por las dudas garabatea en el recetario unos análisis de sangre “con todo incluido” para la próxima semana. Obediente a todo digo que sí. Casi me olvido del muñeco golfista de los cincuenta y pregunto el por qué de tan elevado costo de la consulta. La explicación es sencilla, didáctica, casi una forma de vida: “Cuando yo empecé a ser médico trabajaba casi veinte horas por día pero siempre pensé en que eso no lo haría toda la vida, ahora atiendo diez pacientes por día, no trabajo con obras sociales. Lo que pierdo no atendiendo a 30 o 40 personas lo gano con diez, uno en la vida se va acomodando hasta llegar a esto” y se auto muestra.

También da pruebas de lo fehaciente de su teoría, muestra medicamentos que desconozco sus nomenclaturas pero explica. “Esto salió hace una semana en Buenos Aires y al único médico de Corrientes al que le mandan es a mí. Porque saben que yo recetó diez de estos y otros colegas empezarán a hacer lo mismo. Eso también es parte del marketing médico”, me asombro ante la duda que me crea la imagen de un mercader clínico y no despego la mirada al golfista inmóvil que está junto a la pared sobre un escaparate de madera.

No son souvenir pero me llevo dos. Una vitamina con el desayuno para apuntalar el cansancio y evitar que él y yo nos derrumbemos a media mañana. Un digestivo estomacal con “un pequeñito calmante”. La mitad de una pastilla antes del almuerzo y cena. La promesa de volver con los estudios de sangre en mano en una semana y claro, devolver los diez pesos que le quede a deber a la secretaria mascadora de chicle.

Seguía el calor en la calle, en el frente las chicas mejoraban los tiros de esquina. Los colectivos abarrotados de escolares, los autos esquivando ciclistas. Camino a la farmacia y el atardecer empieza a tropezar con los edificios hasta quedar tirado en la avenida con su tan mentado color naranja. ¿Por qué no pregunté qué era el golfista?. Me reprocho.

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