miércoles, 17 de diciembre de 2008

CUENTO PARA ANTES DE DORMIR


Un hálito le surca la espalda y no podía creer que fuera otoño. Con lo que le gustaban los otoños desde chico, el invierno y el verano lo tenían a maltraer por sus problemas respiratorios que nunca pudo tratarse.

Sentado en esa banca destartalada de cemento sentía como cada vez le costaba más y más respirar con eso que tenía en la espalda.

Miraba casi fijo, intentando girar parte del cuerpo, el torso, el tronco, como lo definían en el barrio. Buscaba doblarlo hacia los costados. Hacia donde venían los aullidos lejanos y cada vez más cercanos de las sirenas.

Frente a su cuerpo cada vez más encorvado por el fuego que le atravesaba desde el pecho a la espalda, quizás el pulmón, pasaban los feligreses de la Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días.

Aseados, perfumados con colonias compradas de los mercaditos de la plaza de los inmigrantes. Era jueves y era día de rendir culto al Dios.

- Qué Dios. Se preguntaba mientras intentaba hacer más presión sobre el agujero que todavía conservaba calor y hedor a quemado sobre la campera de hilo grueso que tenía.

- Para qué nos habremos guardado dos días. Para esta cagada. Para que todo salga mal. Nunca pensé que podría terminar así. Aunque las posibilidades de que hayan errores siempre estaban.

El soliloquio transcurría mientras que los feligreses al verlo doblado hasta las rodillas, asombrados buscaban resguardo dentro del templo. Todavía se escuchaban detonaciones esporádicas a lo lejos.

El radio transmisor tampoco ya recordaba dónde quedó. Si lo tiró o se cayó en la corrida eterna de cuatro cuadras. Las sirenas cada vez estaban más cerca. Los feligreses más lejos. La plaza más grande, el hálito crecía inmensamente como un huracán.

Esos días con 14 años en sexto grado eran los que no podía quitárselos de la memoria. Justo en este momento donde todo pesa, donde todo es cuesta arriba. Se remontaba a Lucía, 5 B. Sus cabellos rubios, su padre en la chata sucia impregnada de tierra colorada regresando del campo a buscarla a la niña.

Esos otoños casi a las 18 cuando Lucía le agitaba las manos antes de treparse a la F 100.
Las manos pesan, se resbalan con la sangre en una de ellas y en la otra, se mira, es la izquierda. El líquido ahí ya está seco. Lucía también se desvanece, los párpados son como plomos que penden de una soga hacia abajo.

Su madre que trabajaba en la verdulería, tenía entonces 17 y ya hacía algunos trabajitos menores. Sus dos hermanos uno en la unidad penitenciaria provincial de Eldorado, el otro en Encarnación por narcotráfico. Tres kilos de marihuana en una canoa. A las tres y cuarto de la madrugada rodeado por Prefectura. Se tiró a las aguas del Paraguay para nadar hacia la frontera. Una ráfaga de FAL cortó la retirada y una arteria de la pierna izquierda. Ahora es rengo y presidiario. Sin condena firme.

Los partidos de fútbol en la canchita del barrio, la tierra colorada hasta el alma. Su padre que todos los días un poco antes del anochecer salía a ver a su otra mujer que le quitaba las monedas que él, se las sacaba a su legítima esposa.

- Me estoy muriendo y recuerdo esto.

Así es, pistola Browning 9mm. No recuerda cuantos disparos quedan. Lejanamente siente que guarda dos cargadores en los bolsillos internos de la campera de hilo grueso que también ahora pesa. Será la sangre seca, el ardor en el pecho que corre como lava hasta el otro lado de la espalda.

El blindex reventando en millones de partículas ante los impactos. Julio que antes de atravesar la puerta principal del banco cae en forma casi automática, casi como si fuera un muñeco de la nada, de boca hacia abajo y con los brazos en cruz con un feroz agujero en la cabeza. A la altura de la nuca. El bolso se desparrama.

El fuego que escupe la itaka del guardia no para. Está por todas partes y no entiende cómo no le da a ninguno de los clientes.- Las balas deben estar endiabladas, es como si tuvieran nuestros nombres.

Los gritos, los disparos, el segundo guardia con un ametralladora de cañón herrumbrado.

– De dónde salió...
Del infierno quizás, para ajusticiarnos.


En la vereda esperaba Posito, no estaba dentro del Peugeot. Estaba en la vereda tirando por todos lados. Recuerda el chasquido de los vainas chocando contra los arcaicos zócalos del piso.

Todavía no le encaja cómo pudo cruzar ante los guardias que no dejaban de gatillar, hasta que se le dibuja en la mente como explotó el cuello de uno de ellos. El de la itaka, no fue su puntería que siempre fue mala sino mera casualidad del destino.

Ahora los polis, el sabe, no lo detendrán. Y mucho menos les importará que esté moribundo sobre esa banca destartalada. Ni que los feligreses estén mirando.

– Ellos no me detendrán.

No es un robo menor, hay un cana muerto o morirá en un rato.- Quizás antes o después que yo.

Todo fue rápido, lo que más costó fue mantenerse escondidos en esa pensión del purgatorio por dos días. Comiendo casi salteado.

Planeando todo lo que salió mal. El puto polis que salió de la nada. No de la garita donde sólo tenía que estar uno. Éste salió con la metralleta de cañón herrumbrado desde atrás de las cajas. El dato estaba mal. Todo estaba mal, la cifra también. Los billetes dentro del bolso no llegaban a cinco lucas.

- Las sirenas están casi a mi lado. Casi las puedo oler, tocar. Veo hombres de celeste, otros con ropa informal pero todos llevan algo en la mano.

Lucía, Mamá, las papas embolsadas con prolijidad en la verdulería. Papá despidiéndose como todas las tardes...la canchita. Los trabajos menores. La yugular del cana como fuente chorreando sangre por todos lados sin sentido uniforme.

Las manos que pesan, la Browning que me lleva hacia abajo con brazo y todo. Me agito, el agujero que tengo me contrae, me consume. Hay una nube celeste con manos en noventa grados del cuerpo que me señalan. Me apuntan. No siento. No veo. Creo que está demasiado y densamente oscuro.

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