martes, 2 de marzo de 2010

Amor Mulato


En ciertos lugares hay como espacios donde todo es posible y donde al pecado más bajo y más venial, se los puede mostrar y ver con entereza.
Así es Copacabana en Río de Janeiro, aquel verano de 2009 a la vera del mar y de la avenida Atlántica el amor se mostraba en casi todas sus facetas, pero en especial uno llamó la atención.

Una mulata agraciada con sus carnes arribó de la mano de un compañero con la piel un poco más clara, un auténtico trigueño de las distantes favelas de la ciudad. Detrás de ambos un norteamericano intentaba un portugués muy malo que tropezaba con algunas palabras en español.
Se acomodaron en las sillas de los kiosquitos playeros que dan a la avenida cerrada al tránsito vehicular ese lunes por ser el día de San Fernando del Río de Janeiro, patrono de la ciudad.

La negra no paraba de mirar hacia todos lados, habrá tenido unos veinte años, quizás menos pero su rostro decía eso. De curvas generosas y casi perfectas, el extranjero estaba enloquecido. Ella danzaba y pedía algo para beber, el gringo se apresuraba para saciar la sed e inquirió en la barra cervezas, más un plato con carne y papas fritas.

Sentados los tres, la mulata, su acompañante y el foráneo, el cielo cada vez se encapotaba más. La gente sobre la arena de Copacabana jugaba al fútbol y voley como si nada, ella seguía totalmente excitada al ver los brillos que tenían los ojos de su cortejante.

Eso le servía para que sus deseos se convirtieran en órdenes, estoy casi seguro que el celeste profundo en los ojos de la mulata deberían ser lentes de contacto. “Es imposible que sea natural”, dije.
Empieza la lluvia y ella salta de la silla y empieza a zambar, un grupo de adolescentes brasileños la observan con pleitesía al quedar hipnotizados por el trasero negro que briba como si tuviera vida propia, hay estrías marcadas en las nalgas como si fueran ríos en un mapa.

El pobre gringo cada vez está más embelesado por ese cuerpo que solamente veía en películas triples equis en su cómodo penhause. Está al borde de hacer el ridículo, cada vez son más lo que lo observan a el, a la mulata que parece tocada ya por las varias cervezas y al trigueño acompañante que come la carne y papas fritas con fruición mientras observa displicente la escena.

La tarde se pone muy hermosa con tenue lluvia y las olas del mar con su sinfónico sonido producto del choque con la arena. Descalzo el norteamericano intenta seguir los pasos de la negra que le esquiva los besos en la boca poniendo ambas mejillas y alejándose.
Parece una danza de apareamiento en mamíferos, el trigueño sigue la imagen como desentendido, mira la avenida, el cielo y revisa su riñonera. Cada vez se hace más tarde y la mulata decide orinar detrás del kiosquito, en Copacaba como en el resto de las playas cariocas los baños públicos son muy pocos, para eso está el mar. Para mear en el.

Con una toalla extranjero y trigueño amigo de la mulata intentan cubrirla mientras expele sus líquidos, casi nadie se percata de la acción salvo los adolescentes que ríen y hacen comentarios por lo bajo.
El olor a la arena mojada cubre gran parte de la playa y se mixtura con las frituras, en Brasil todo es frito. El extranjero saca de su billetera varios reales para pagar la cuenta mientras parlamenta con el amigo de la mulata, ella habla con los del kiosco, la lluvia sigue, el foráneo no da más de las ganas, sus bajos instintos lo manejan a su antojo.

Paga en la barra lo consumido, la abraza cuidadosamente a ella y del otro lado de la avenida, la arteria que está habilitada al tránsito y bajo un toldo de uno de los tantos hoteles esperan un taxi.
Los tres es como si supieran de la situación intrínseca, mojados, la mulata no deja de reír. El yanqui no deja de abrazarla, su sueño está apunto de cumplirse, quizás.

“Tenga cuidado en la playa que hay muchas levantadoras, son chicas que quieren ir a los hoteles de los turistas para robarlos una vez dormidos o descuidados. A veces los llevan a hoteles de mala vida a las afueras de Copacabana”, recuerdo la advertencia de uno de los conserjes del hotel donde estoy.
El trío sube a un taxi y se pierde en el gris profundo del bulevar, a pocos metros otro norteamericano de cabello rojo sangre y lleno de pecas con una casaca de fútbol americano, besa con amor a otra mulata. Minutos después camina y entra junto a su amada a uno de los lujosos hospedajes que dan a la avenida Atlántica.

Son más de las seis de la tarde y el oleaje del mar con las diminutas siluetas de los barcos en su línea del horizonte, mezclan esa extraña sensación de felicidad y nostalgia por la inmensidad de la imagen. Es Copacabana, Río de Janerio, qué más.

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