Norma y Alberto habían programado sus vacaciones de invierno
como una aventura al nordeste. Conocer las cataratas de Iguazú para el varón de
la pareja era un sueño pendiente desde que militaba en la Juventud Radical,
cuando la revolución aún no se convertía en cenizas.
Ella me llamó una tarde y me dijo que andarían por
Corrientes y me reveló la necesidad que tenía su marido de conocer Corrientes,
su acervo cultural. Relató después que sólo estarían una noche en la ciudad y que
luego seguirían camino a una de las maravillas del mundo. Escuché con atención
e imaginé, a medida que me anunciaba su paso por Corrientes, mi tarea de guía
turístico nativo.
Era julio y ese martes como casi todos los días de la semana
lidiaba en el diario tratando de hacer algo relativamente digno que se parezca
a una noticia o información que le pueda llegar a servir de algo al verdulero o
la vecina que baldea la vereda por las mañana. “Ya estamos javi…a qué hora
salís”, me preguntó Norma en un mensaje de texto. El reloj de la computadora
marcaba unos minutos después de las 15. Le respondí que trataría de liberarme
lo más rápido posible para ir a cenar con ambos y mostrarles la ciudad, sobre
todo a Alberto que por el tono del saludo de Norma, estaba ansioso.
Sin conseguir una noticia que valga la pena y sin lograr que
lo escrito le vaya a servir para algo al verdulero o la señora que lava la
vereda, abandoné el diario a eso de las 21:30 y diez minutos después estuve en
casa. Hacía frío, unos doce grados pero el cielo estaba despejado y las
estrellas parecían estar bastante cerca de la tierra y sólo un poco más lejos
de alcanzarlas con las manos.
Norma y Alberto aparecieron en su auto a las 22:15, el
contador era un porteño extrañamente amable y con un ego bastante controlado.
Su ansiedad seguía intacta desde su arribo a la ciudad por la siesta, quería
comer una buena parrillada con chamamé de fondo. Norma, me pasaba unos CD de
dicho género musical que estaban en el límite de las butacas de adelante, donde
va la palanca de cambio. Mientras mostraba interés en los discos cavilaba:
“Parrillada y chamamé, un martes, con este frío…” Pero el pensamiento no era
por esa mixtura del gusto gastronómico ni musical, era por el día de la semana
y por conocer la idiosincrasia nativa que no es muy proclive a tener abierto
locales con esas características un martes de Julio por la noche con doce
grados de temperatura.
Tenía todas mis fichas puestas a la zona de costanera
General San Martín pero cuando empiezo a indicarles para encarar hacia la
ribera caigo en el intento. “Pasamos por ahí pero estaba todo cerrado…” Miro la
hora y eran las once menos veinte, entonces les digo para ir hacia el sentido
contrario de la ciudad, hacia el otro acceso por la rotonda de la Virgen y hacia allí fuimos
usando como corredor las avenidas Armenia y luego Libertad, rodeamos el predio
de la universidad (Unne) sobre el tramo de la Ruta Nacional 12 y mientras se
empezaba a dibujar la silueta de la patrona provincial registraba con mis ojos
que los pocos lugares abiertos no pasaban de hamburgueserías y pizzerías.
Hicimos dos vueltas por toda esa zona y entonces se me encendió la lámpara
mental. “Costanera Sur”, ordené y entramos de nuevo a la ciudad por el
boulevard 3 de Abril. Era casi mi última esperanza y a pesar de que imaginaba
que en el restorán a orillas del Paraná en playa Arazaty nos arrancarían al
menos una extremidad a cada uno al momento de darnos la cuenta, seguía faltando
algo que carcomía las ansias de Alberto. Ver a un conjunto chamamecero en vivo
y en directo. Como en esas peñas del conurbano bonaerense donde suelen ir con
Norma los fines de semana. Sino verlos en la tierra madre del Chamamé y así
poder ufanarse de esa anécdota en el estudio contable.
La costanera Sur estaba desierta. Ni siquiera alguna pareja
trasnochada se veía. Los doce grados habían decretado que todos se quedaran en
casa. Bajamos del auto y el restorán también estaba cerrado, ni siquiera el
sereno estaba a la vista. De nuevo ojeo el reloj y faltaban quince minutos para
la medianoche. Mi derrota era total como guía nativo. No había podido encontrar
un fucking lugar con chamamé y un par de costillas de asado. “Y si vamos a
Resistencia”, lanzó Norma mientras se ajustaba las solapas del buzo que llevaba
puesto. Alberto otea el Paraná como si esa acción haría emerger de las entrañas
del río, conjunto alguno chamamecero.
Cruzamos el puente interprovincial Manuel Belgrano casi en
silencio. La radio divagaba en clásicos lentos y yo me perdía en las noches de
enero cuando en la aldea, en Corrientes, no se habla de otra cosa que de
chamamé. “Como puede ser…qué le digo a este tipo, cómo le explicó”, me repetía
hasta que el propio Alberto me saca del soliloquio. “Acá tiene que haber algún
lugar, todavía no es tan tarde”, se esperanzó con el optimismo pleno de los turistas
que no tienen apuro y se entregan de manera total al ocio. Yo seguía pensando en
la verborragia de los medios de comunicación durante esos días y noches de
enero donde todo pasa por el chamamé, como una especie de alucinógeno nativo. En
la andanada de clichés y lugares comunes utilizados por quienes hacen la
cobertura o algo que se le parece, de dicho evento, tan reiterativo todos los
años que sólo podrían cambiar la fecha de la publicación porque el resto es lo
mismo de todas las ediciones.
Alberto carga de nuevo: “Vos sabes que ya van dos años que
queremos venir a la fiesta del chamamé pero me abrochan las vacaciones. Es
verdad eso que hace mucho calor…”. Le digo que sí y que la elevada temperatura
trae el plus de cortes de energía, pero que tiene playas en la ciudad y algunos
balnearios en lugares cercanos a Corrientes. Trato de vender cara mi derrota de
guía turístico vencido y me doy cuenta que estamos en la avenida Sarmiento,
ingreso a la ciudad de Resistencia (Chaco)
Recordé entonces una parrilla por esa zona, justo cuando
llegas al primer semáforo. Y efectivamente estaba ahí, a mano izquierda siempre
en dirección hacia la ciudad. Se veía humo y varios autos estacionados que
indicaban la presencia de parroquianos. Alberto hizo el giro y efectivamente.
Estaba totalmente abierta, bajamos y había unas quince personas distribuidas en
sendas mesas, entre familias y una pareja que cada uno miraba para un lado
diferente.
Nos sentamos, miro de nuevo la hora y eran las 12:35 de la
noche. Tras hacer el pedido voy en busca del baño y en el patio de la parrilla,
a un costado, observo a cuatro hombres vestidos de paisanos, tres de ellos
templaban guitarras criollas. Sonrío, ingresó al tocador, al salir creo que la
noche no está perdida.
“Me parece que algo vas a escuchar mientras comemos y
tomamos este Malbec”, le digo a Alberto y le doy al coleto al vino. Los
muchachotes ataviados de paisanos al rato ingresan al comedor y empiezan a
darle a las guitarras y el lugar se transforma en una peña improvisada. Zamba y
chacareras pueblan el repertorio de los músicos. Sé que Alberto se muere de
ganas de un chamamé pero el asado, el cansancio de haber llegado ese día de
viaje y las vueltas que dimos por Corrientes, lo empiezan a anestesiar. Otro
tango hace el Malbec.
Dos días después un mensaje de Norma llega a mi celular.
“Estamos en Colonia Wanda (localidad ubicada a pocos kilómetros de Iguazú). Nos
quedamos una noche porque queremos conocer las cuevas de piedra. En el hotel
hay unos chamameceros para la cena”.
Aturdido vuelvo a pensar. Qué gran mentira somos en la
aldea.
El episodio ocurrió en una fría noche de Julio de 2014