“Nunca disfrutamos lo que hacemos porque estamos pensando en
lo que haremos después”, me dijo hace poco una amiga retirada de las trincheras
periodísticas. Lejos de ese nimbo de egos la visión es otra pero nostálgica, me
dijo también que extraña la adrenalina y la vorágine. Que nada se compara al
frenesí de las redacciones de diarios. Lo sé. Padecí ese síndrome de
abstinencia tres años atrás cuando fui desocupado journalista durante ocho
meses.
La frase en cuestión me quedó haciendo ruido. Qué pasará que
es un raro misterio padecer el diario trajinar de resolver la coyuntura.
Trascurrirse diez, doce horas frente a una PC tratando de explicar cosas a la
gente que no le interesa. Hilvanando oraciones melosas para que la información
no sea aburrida cuando lo es. Llenando páginas cual autómata para librarse al
fin del horario laboral e ir a casa o bar a bucear en alcohol y otra vez poner
la cabeza a maquinar para el otro día.
Sin feriados, sin domingos, lidiando con los copy paste de
los compañeros, el sueldo que no alcanza, el informalismo laboral, y el arte de
tapar agujeros todos los días.
Por qué me gusta. Nos gusta. ¿En realidad nos gusta? O
estamos condenados a eso. Condenados al éxito como dijo el nefasto presidente
provisional a comienzos de la década pasada.
Están los otros. Los que creen quizás para no renunciar o no
plantearse estas cosas. Los que piensan que hacen algo similar al periodismo
tipeando las consignas oficiales llegadas desde oficinas alfombradas en el
poder. Todos hicimos y hacemos eso. Lo malo es no admitirlo y replantearse eso.
Si es periodismo o mera comunicación de partes y de parte.
Quizás los años me estén atravesando pero una angustia me
paraliza y subleva hacia estos paradigmas. Me pone en el lado de la autocrítica
de qué nos pasa. Cuál es el fundamento de nuestra sentencia al éxito. Qué hay después
de dejar las diez o doce horas frente a una PC. ¿Hay algo después de eso?
¿Sabemos hacer otra cosa que moldear la realidad según la oferta y demanda de
las empresas periodísticas?
La burguesía de un empleo público bien rentada es una buena
solución. Pero otra vez la consiga. La adrenalina dónde la buscamos. En un
deporte. Sexo. Alcohol. Viajes. Twuitter. Facebook.
Seriamente empecé a creer y cada vez estoy más convencido
que el errado en esta historia soy yo. El perfeccionar determinadas cosas, ser
prolijo en la derrota del día a día y hacerme mala sangre por corregir el
inexorable rumbo natural de las cosas, es un defecto individual.
Observo a los que navegan en las inmutables aguas de la
mediocridad y veo que vivirán muchos más años que yo. Al menos sus últimos
quizás lo pasen en sus casas y no sobre la cama de un hospital. Por ejemplo, no
tienen gastristis ni padecen el asecho diario del insomnio. Tampoco sufren
trastornos de ansiedad ni alimenticios. En fin, tendrán una vida –figurada- a
la de Tutankamón.
Estos dilemas pueden tener respuesta abstracta como las
preguntas mencionadas anteriormente: “Capaz seamos unos inconformistas” agregó
mi amiga para darme alivio y mostrarme que quizás no soy el único desquiciado
en el mundo terrenal.
Entonces trato de arribar a la conclusión de que a mi
angustia podría sumarle meros gajes del oficio.