Desde su fundación la comarca fue pensada en cuadrados. No
por cuestiones de ingeniería si no para defenderse mejor ante posibles
invasiones de aquellos salvajes inmundos, bestias que el colonizador bautizó tan
bien y así lo adoptó la santa iglesia católica, como indios.
Claro que algunos de los nativos fueron coactados por los
sacerdotes misioneros, eran los que sobrevivieron a las matanzas del hombre
blanco y fueron a parar a los reductos eclesiásticos donde la doctrina católica
los terminaba de subyugar.
Pero una tarde el Padre Florentino saltó de la cómoda
reposera hecha de algarrobo donde aprontaba los enceres para la cena. Se venía
la noche y a pesar de estar en invierno el clima durante el ocaso parecía
primaveral.
El aborigen corría desde la plaza a los gritos, desencajado,
tan asustado que blasfemaba en su lengua –guaraní- a pesar de tenerlo
totalmente prohibido y ser pasible de azotes. Pero el joven estaba en show,
como si hubiese visto al mismísimo diablo.
Sin reponerse y entre balbuceos mixturando castellano con
dialecto aborigen, el muchacho contó su experiencia en el túnel donde La Misión almacenaba el
forraje del ganado. A unos treinta metros del casco de la iglesia el subterráneo
desde la superficie parecía un hoyo semejante al de un aljibe. Tras destaparlo
los indios de contextura delgada descendían y acomodaban el alimento de los
animales y también cuero seco entre un sin fin de herramientas y hasta
medicinas para enfrentar las penurias que habitualmente acarreaba el invierno.
Aquella tarde cuando estaba bajo tierra el nativo vio como
al otro extremo del túnel se destapaba una especie de segunda boca. Entraba un
potente rayo de luz natural y unos sonidos jamás escuchados por el indio.
Eran los ruidos de la modernidad unos trescientos y pico de
años llegados cual eco desde el futuro. El infeliz primero quedó mudo y luego
inmóvil, azorado ante tamaño fenómeno.
Bocinazos y muchedumbre descendían desde las alturas del
otro extremo de la pasarela subterránea. Se sumaban unas voces bastantes
extrañas. El indio en cuestión atinó a parapetarse ante unos cubos de forraje y
acomodó los oídos:
-
Esto es lo que encontramos y aunque todavía no sabemos
qué carajo es, lo mejor que podemos hacer es venderlo como un gran hallazgo
antropológico…
-
Y si…ante no mostrar nada mejor inventemos esto. Métanle
si…yo me voy que quiero llegar para ver algo de las olimpiadas de hoy que no
pude ver nada.
Eran como mínimo dos voces de hombres que retumbaron bajo la
tierra. Toda la escena duro un minuto y medio pero sirvió para endemoniar al nativo
que en segundos emergió a la superficie para correr a contar lo visto al padre
Florentino.
Pobre imbécil, el sacerdote lo tranquilizó, le dio de beber
unos placebos y al rato llamó a los guardias de la comarca.
El indio fue estaqueado por cuatro días de seguido, antes
recibió 150 azotes.
Todo bajo los cargos de hereje por haber dicho que vio a Satanás.
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