Curiosa silueta formaba el reguero de sangre entre los
adoquines del empedrado en aquella callejuela de la ciudad perdida.
Sus órdenes eran claras. Terminar con el objetivo que tantas
veces había burlado la profesionalidad de los sicarios contratados. Pero estaba
vez era el más desalmado y desquiciado de todos a quien había llamado la
corporación para terminar de una vez por todas con el Recuerdo.
El Olvido lo siguió durante tres días, setenta y dos horas;
por bares malolientes, burdeles de mala muerte, se había infiltrado en casinos
de poca monta. Sobornó putas, policías y diminutos rufianes para dar con él.
Así cuando el Olvido observó enfundado en las penumbras de un famélico lapacho
que conservaba algunos vestigios de hojas a pesar del duro otoño, supo como
todo profesional que ésa era la hora de la verdad. Liquidar su adversario
circunstancial para el cual fue contratado. “Maldito Recuerdo” se dijo y apretó
el cabo de la daga.
Se le cruzó mentalmente la imagen de la madre de ambos, la Conciencia, aquella
nodriza que en un lujoso hotel de fines del siglo XVII asesinó tras un opíparo
nocturno con mucho boato de antaño.
Lo observó al Recuerdo que iba en eses por el callejón, oteó
debajo del lapacho la extensión del mismo. Calculó en unos trescientos metros
de longitud la raquítica calle y sin un alma a la vista. Entonces salió de la
penumbra y enfiló decidido. Sigiloso sin hacer ruido se deslizó como brisa leve
sobre los adoquines hasta que lo tuvo a punta de la daga.
Segundos demoró en desenvainar el arma oculta debajo del
gabán y sujeto por el cinturón.
El Recuerdo sólo intentaba hacer equilibrio a los bamboleos
cavilando esa cama caliente en el altillo de la ciudad perdida. Pensaba en esos
besos y caderas ardientes que jamás volvería a tener entre piernas. Repasaba
los sueños, quimeras y proyectos robados por una iracunda mujer que le arrancó
lo que más quería. Que lo convirtió en un exiliado de su patria. Pensaba en la
muerte que le quitó a su amada.
Con la daga en mano el Olvido tiro la primera puntada a la
altura del pulmón sin mediar palabra, así como se lo habían enseñado. Después
vino la segunda mortal puntada en el hígado y la tercera, la de gracia, en el
corazón.
Movimientos estertores ya con el Recuerdo boca arriba sobre
los adoquines y el oscuro cielo de techo infinito. Balbuceó algo entonces a su
verdugo. Lo vio vestido de negro sin verle la cara, solo la figura esbelta en esa
callejuela que ya sabía que era su lecho de muerte.
“Eres tú la parca” le dijo mientras apretaba el agujero
sangrante del corazón. “Déjame recordarla una vez más antes de partir”,
balbuceó y el Olvido seguía inerte en posición de ataque a punto de asestar una
dagaso más. Mirando a la víctima y los trecientos metros de callejuela asegurándose
que no pasen testigos ocasionales a esa altura de la madrugada funesta.
“Qué quieres” respondió con la daga apuntando al moribundo
en el piso.
“Déjame recordarla una vez más antes de que me lleves”
siguió con los sonidos estertores. “Te esperaba desde hace dos meses” fue lo
que a penas le salió antes de morir.
Los policías llegaron a la simple deducción que el asesinado
fue muerto por deudas de servicios de prostitutas sin pagar y que el trabajo
fue hecho por un proxeneta que se cobró de esa forma semejante infamia.
El Olvido al leer la noticia en los diarios sintió la rara
sensación de no ser reconocido en su oficio de terminar con el Recuerdo y
entonces se prometió ir por su cuenta tras esa otra impostora que le robaba
cartel. La muerte.
Al retirar el cuerpo la sangre reseca en los adoquines dibujó
difusamente una O.
La esposa de la víctima, fallecida hacía dos meses, se
llamaba Olivia.