No sé si
alguna vez habrán reclamado por ellos. La pareja de reporteros que fueron
enviados a ese recóndito lugar lleno de pobreza y mugre. Mugre de humanidad.
Esos lugares donde incluso los agnósticos dicen: “Dios se olvidó de este país”.
Recordaban
el último reporte de ambos relatando cómo se desplomaban dos aviones casi en
simultáneo. Uno cayó pesado y explotó al tocar tierra. El segundo demoró un
poco más su picada, lo hizo como en cámara lenta volcándose sobre una de sus
alas. La otra estaba incendiada. Así la segunda nave se hizo añicos al
estrellarse. Las circunstancias del episodio estarían relacionadas a cualquiera
de las guerras étnicas que estrujaban la zona donde se hallaban los cronistas. El
potencial figuraba en el reporte de los hechos.
Ambos
periodistas recorrían aldeas repletas de hambrunas y enfermedades. Caminaban
por callejuelas muñidos con sus pertrechos: computadoras, cámaras fotográficas de
última generación, teléfonos satelitales, grabadores, anotadores y libros.
Había amor cuando iban tomados de la mano. Flotaba cariño en la coincidencia de
miradas y romanticismo por compartir ese oficio de intentar modificar la
realidad, absurdamente contándola. Pero aquel lugar era surrealista. Casi como
si no existiese. A nadie le interesaba ese accidente geográfico en el mapa.
Algunas informaciones incluso consignaban la existencia de canibalismo.
Pensándolo
bien y de existir Dios ni siquiera lo pensó al momento de la creación. Sólo
surgió por vaya a saber qué circunstancia.
Pero algo
pasó cuando no se supo más de ellos. Sólo que se habían internado en unas
comarcas conexas por especies de laberintos de los cuales era imposible salir.
Los nativos decían que había maldiciones para foráneos que se internaban en
esas exóticas sendas.
Lo último
que él recordó fue la desesperación de haberla perdido de vista. Estiraba a más
no poder su brazo para tomarla y seguir caminando juntos. Pero nada. Nada de
nada, ella ya no estaba y él cada vez se hundía más en ese laberinto del
demonio. Los senderos no conducían a ninguna parte. Eran como pasadizos, muy
estrechos, sin entrada ni salida. Sólo senderos. Hasta creyó estar montado en
su motocicleta. La misma que usaba en casa, en la civilización. Realmente
sentía angustia al no poder saber qué pasó con ella. Dónde la perdió de vista y
cómo no la pudo sostener de la mano y seguir caminando juntos como siempre.
Esa fue la última
imagen de aquel fantasmagórico laberinto que soñé en la temprana mañana de un
sábado de Mayo. Desperté asustado sin saber la identidad de la mujer ni qué
mierda me lleva a soñar estas cosas.
Resistencia 09 de Mayo 2018.
No hay comentarios:
Publicar un comentario