Fue una mañana que inició en la
medianoche de un día conmemorativo a una Virgen. Patrona de
ejércitos
invencibles en épocas de revoluciones por la libertad. Camino al colectivo los
transeúntes se le hacían enormes, como si fuesen seres de esas malas películas
de ciencia ficción. El frío cortaba la cara. Su cara. Empezaba a sentir así un
extraño sabor que casi lo había olvidado. Que ni siquiera en la peor de las
situaciones había planificado aunque no era de programar su vida en el día a
día.
Las cuadras a la parada eran una
eternidad. No sabía bien si querer llegar a su casa o perderse en algún confín
de esa ciudad que a las nueve de la mañana era un planeta de otra galaxia.
Volvía entonces a ese extraño sabor en la boca que no eran los besos de aquella
madrugada. No eran esas miradas furtivas con pestañas prolijas y enormes, no
eran los lunares que acarició y besó y contó y perdió adrede la cuenta. No eran
esos tacos ruidosos sobre la vereda, no era esa piel que tanto había soñado
tocar. Lo que sentía en ese frío matinal de septiembre fue el inconfundible
sabor de la derrota. De la desazón, de quebrarse contra el piso como si fuera
un cristal. Era una tormenta de emociones que acarrearía en las 72 horas
siguientes un torrente de angustia, tristeza y la torpe pregunta que siempre
llega después de la derrota y la desazón: Por qué. Cómo había podido fallar sobre
aquel séptimo cielo. Volvían entonces imágenes de ese balcón con los carteles
luminosos de la ciudad. Sobresalía el de la perdición: Casino. Si iba esa noche
a la ruleta quizás tenía suerte. Pero a esa altura de la mañana ya todo le
parecía echado a la cruel mesa de la verdad. Una vez en el bondi se recostó
sobre un asiento. Cada minuto transcurrido estaba más vencido que en el minuto
anterior y parecía como una burla lo que aún el destino le tenía guardado como
último acto de esa caricaturesca mañana seguida de una velada donde en un
momento sintió la paz. Acarició la libertad. Ocurrió cuando la besó y la tuvo
sobre su pecho. Y una lágrima soltada por ella cuando sólo verbalizó lo que
ambos sabían desde hacía años, lo había convertido, por unos instantes, en
inmortal. Horas después todo se convirtió en escombros. La devastadora idea de
no saber exactamente qué había pasado con ese ángel que empezaba a
parecerse cada vez más a un recuerdo.
Yira yira
“Me vas a hacer adicta a tus
besos”. La frase del ángel era un disparo rebotando enloquecidamente en su
cabeza. También se convertía en una tabla en el mar. Un sostén que les da una quimérica
ilusión a los náufragos de que se salvarán.
Recostado sobre el asiento del
colectivo, los ojos ocultos tras las gafas para sol, frente a una rubia con
aspecto de universitaria, empezó la burla de lo que sería el último acto de una
fatídica mañana.
-
Mi nombre es Nicolás. Buenos días a todos. Algunos ya
me conocen porque todas las mañana les alegro el día cantando. Voy hacer uno de
mis clásicos...
En su derrota lo observada
desorbitado al delgado joven con un acento de la región cuyana. El frío cada
vez lo congelaban un poco más. El resto del pasaje miraba, pero entusiasmado
esperando el número del cantante.
Cuando la suerte que es grela
Fayando y fayando
Te largue parao...
Cuando estés bien en la vía,
Sin rumbo, desesperao...
Cuando no tengas ni fe,
Ni yerba de ayer
Secándose al sol...
Cuando rajés los tamangos
Buscando ese mango
Que te haga morfar...
La indiferencia del mundo
Que es sordo y es mudo
Recién sentirás
Verás que todo es mentira
Verás que nada es amor
Que al mundo nada le importa
Yira... yira...
Atinó a soltar una mueca como
risa y pensar que el cantante con acento cuyano era la caída del telón en
aquella patética obra de la que le tocó ser protagonista. Hundido en los
vestigios de ánimo que le quedaban volvía al ángel desnudo sobre la cama. “Una
Venus”, se repetía y se echaba la mente hacia los tiempos pasados. Las
pastillas que “ayudaban”, los excesos, los años en que ella desapareció. Las
charlas, las despedidas, los aeropuertos en que se abrazaban simbólicamente como
amores que se importan recíprocamente. Todo cobraba la velocidad frenética que
tiene la desesperación. El collar “de amor” comprado en el Barrio Chino de
Buenos Aires que rodeada su cuello.
“Vine a tu vida para algo”, sentía
como un latigazo en la mente mientras el cantante terminaba con Yira Yira.
Entonces miraba las fotografías mentales que le habían quedado de los labios
del ángel. Aquella frase, ella se la había dicho muchas veces y empezaba,
ahora, a tener una enormidad feroz y devastadora.
-
Quizás vino a enseñarme a que me mire en el espejo.
Para que vea lo que realmente soy. Quizás su misión sea esa. Demostrarme que
estoy en un momento donde debo hacer el clic y repensar mi existencia.
O bien sólo es
una prueba, una más de miles, que el ángel me está poniendo. Quizás sea otra
mera valla para saltar y llegar hasta ella.
Pero el soliloquio lo único que
hacía era marearlo más en ese laberinto. Hacerlo ver que estaba sentado en
medio de una bifurcación y que debía elegir, en ese estúpido estado en el que
se encontraba, uno de los dos senderos.
El cantante se despidió con otro
clásico. Cambalache. Al pasar la gorra le dio 10 pesos. El colectivo quedó en
silencio. Miró el cel y estaba tan muerto como él. Las caritas que había
enviado al ángel no tenían respuesta. “Se habrá dormido”…quiso vanamente
tranquilizarse. Una última estocada se le vino a la mente. Un puñal lanzado
hace algún tiempo por una amante que se había hartado de ser amante. “Algo te
pasa. No podes amar”, había dicho con tono de profecía. No pudo evitar hacer
una analogía entre esa recriminación y algunas posturas del ángel. Entonces
pensó seriamente que todo podría tratarse de una confabulación del destino y de
deseos coincidentes de ex amantes, para que pruebe un poco de su cicuta que
asesinaba al amor en su existencia.
Ella, el ángel, se fue
desvaneciendo a medida que pasaban los días. Respondía a los wassapp
tardíamente y en monosílabos. Hacía a la perfección como que aquella noche y
mañana, nunca jamás habían existido. Pensaba él entonces en la cicuta para exterminar
al amor, del cual tanto le habían reclamado sus amantes y aquella daga lanzada
con la furibunda fuerza que sólo carga el desamor. “No podes amar”. Sólo y
vencido aún, cavilaba hasta cuándo tenía que seguir pagando esas deudas de amor.
Empezaba a convencerse que se trataba de una especie de maldición, hacía ese
ejercicio mental y de conciencia como mero placebo.
Entonces terminó en análisis donde
seguramente el ángel sería el disparador del inicio en el buceo de su
inconciente. Igual. La seguía amando y queriendo como la primera vez que la
vio. Allá, en el pasado, en la otra orilla de los años.
“Y la
vida siguió como siguen las cosas que no tienen mucho sentido”
Joaquín
Sabina