Pensaba al salir del anfiteatro Cocomarola en Canción para
mi muerte. Recordaba que en mi adolescencia cuando aún quedaban vestigios de
ingenuidad sobre lo que empezaría a ser una gran montaña de escombros hechos a
base de excesos, que esa canción estaba dirigida a un amor fraguado o de los
que se suelen llevar la etiqueta de imposibles. Pero no. Claramente el título
refiere hacia donde va. Hacia esa palabra en femenino del singular. La muerte.
Creo que gran parte de los chicos que poblaron las diez mil
localidades del predio en las Mil Viviendas el pasado sábado 24 de noviembre,
cavilaban seguramente lo mismo que yo. O incluso, la mayoría, no tengan la más
pálida idea de la etimología del tema escrito por Charly García en 1972.
Pensando seguramente en cómo se iría de este mundo y viendo a su alrededor cómo
se iban otros.
Pero así son las migas del rock. Cuarenta años después
Charly García, muerto varias veces sigue siendo eso, rock. Confieso que el
sábado fui con el pensamiento invertido al Cocomarola. Intuía que sería Fito
Páez quien pondría fútbol y la garra estaría a cargo de Charly. Gran error
basado en el prejuzgamiento. Al revés, el rosarino sólo intentó despegar con El
amor después del amor y al final con A rodar la vida.
Fueron los únicos dos momentos en que Fito buscó llegar al
área chica pero terminó tirándola a la tribuna teniendo el arquero vencido.
Claro, el sonido malísimo fue de gran ayuda para que su show
basado solamente en las canciones del gran disco de 1992, lo convierta en un
mero telonero del plato fuerte, la pelea de fondo que se venía.
Gratamente me alegré después de haberme equivocado y
prejuzgado, ese vicio que tenemos los humanos, Charly desde aquel aguacero en
noviembre de 2009 en Velez que lo vi, está mucho mejor y en busca de sus migas
que le vuelvan a dar un atisbo de lo que fue. La diferencia en el sonido con
Fito fue abismal, la solvencia de la banda de say no more también. Una maquina
perfecta, imparable.
Para mis años las cuatro horas de show son como excesivas
pero valió la pena. Esa versión de Ciudad de pobres corazones que tanto me
lleva a mi adolescencia hecha entre Fito y Charly, fue como que se te caiga una
viga sobre la cabeza. Aplastante.
Y los veía a los dos y pensaba en esos años. En aquel
Brillante sobre mic en el Cosquín Rock 2004 casi al amanecer y yo lagrimeando
viendo las sierras de peperina.
Esos Demoliendo hoteles de tantas noches salvajes cuando el
vino venía en tetra brick, puro y sin hielo. En los Dinosaurios con olor a
dulce que me hacía volar.
Y faltaba el tiro de gracia. Canción para mi muerte y
entonces entendí tristemente que no hay sucesores en el rock argentino. Que las
décadas creativas fueron los ’60 y ’70 y
que los ’80 fueron de los que tomaron ese legado: Sumo, Soda, Virus, Miguel
Mateos y paremos de contar.
Dirán que son enumeraciones subjetivas de un casi cuarentón
melancólico y quizás estén en lo cierto. Pero el sábado pasado vi algo de esas
migas y restos que quedan del rock.